El verano indio en Manhattan es agobiante y húmedo, imprevisible. Pasas media hora bajo la lluvia y en quince minutos estás seco y rogando de nuevo por el agua del cielo. La población local está acostumbrada y nadie le pone mucha atención al asunto, pero a nosotros nos agobia tanto que llevamos litros de agua en las mochilas, que desaparecen a mediodía. Nos preocupamos inútilmente cuando pensábamos que no nos dejarían ingresar al Museo de Historia Natural, mojados como estábamos, pero nadie nos hizo caso. Éramos turistas en una ciudad que nos ignoraba, rutilante y masiva. Entonces elegimos ser anónimos y dejar que las cosas fluyeran hacia los lugares comunes como la Estatua de la Libertad y Times Square. Y también hubo momentos únicos e íntimos como contemplar la polis de oro desde la terraza del Rockefeller Center, cuando se nos acercó una pareja adulta mayor para decirnos que seguramente los cuatro éramos los más pobres en la ciudad en ese momento. O escuchar en el aire nocturno el ritmo del Jazz de un club cercano, que iba y venía rebotando entre los edificios del Harlem. O descubrir el jardín interior del hospedaje y ver a las ardillas venir cada día, desafiantes y nerviosas.
Específicamente pedí para este viaje visitar un par de lugares, nada complicado. La primera fue la estación de bomberos que aparecía como el cuartel de Los Cazafantasmas. Está ubicada en la intersección de las calles Varick y North Moore, en el barrio de Tribeca; cerca del parque Battery, en donde se filmó Los hombres de negro (Barry Sonenfeld, 1997). El edificio de tres pisos está igual, ileso pese a su aplastante fama, autoconsciente de que muchos turistas solo se aparecen para sacarse una fotografía en la fachada. Algunas veces tienes la fortuna de que está abierta a público y puedes vagabundear adentro. No era mi fortuna ese día, y solo pude otear por los cristales del portón el logo del fantasma sorprendido. Pero fue suficiente para cumplir ese sueño de niño; tan solo estar allí y ver lo concreto que era la mampostería, el cristal y la madera. Con las fotografías de rigor, nos marchamos por la esquina y nos fijamos en la placa. La estación fue de las primeras en responder el 11 de septiembre de 2001 para llegar a la zona cero. Varios de los bomberos de la compañía perdieron la vida en el derrumbe de las torres y la placa conmemoraba ese momento.
La segunda era la visita a Singularity & Co, una librería de segunda mano, especializada en ciencia ficción y fantasía, y uno de los secretos mejor guardados para un aficionado en Nueva York. Estaba al otro lado del puente de Brooklyn, en un área muy hipster llamada DUMBO. Caminamos por el puente desde Manhattan hacia Brooklyn, escuchando las advertencias de los ciclistas furiosos, hartos de turistas despistados que invadían la ciclovía todo el tiempo. Llegamos a un área de edificios, ocupados mayormente por población hispana, y retrocedimos hacia el río. En una esquina sin adornos, solo divisamos un ventanal tapizado de títulos. No había nada más distintivo y estaba cerrada hasta las 3 de la tarde. Dimos vueltas por las manzanas aledañas que lucían abandonadas, pero que en realidad se habían convertido en cafés y estudios de moda con el aburguesamiento de la ribera. Volvimos y la puerta estaba, ahora sí, abierta. Estuvimos un par de horas, me hubiera quedado diez. Me hubiera quedado a trashumar entre los anaqueles de piso a techo que impedían que la tienda tuviera una mejor iluminación en pleno día de verano. Me hubiera quedado a vivir entre las páginas de los estudios académicos y los pulps y las ediciones antiguas de libros desconocidos. Me hubiera conformado con transformarme en una letra impresa en la portada colorinche de un planeta sin cartografiar. La experiencia fue multidimensional, ya que no se limitó solo al rápido movimiento de ojos, sino a las texturas en mis manos, el olor a crema de las hojas amarillas, el chicharreo del mundo exterior que era un ruido blanco lejos, muy lejos. Me desligué de mi chaqueta, y también de la capa subcutánea del tiempo, y me arrastré en dos o cuatro patas como un homínido primitivo. Me hundí en un éxtasis pacífico que se parecía mucho a la visión de túnel que tiene un cazador nocturno. Las revistas pulps estaban muy alto en los anaqueles y los libros de bolsillo, al nivel del piso. En uno de los pasillos, me enfrenté a un chico de camisa blanca y gafas. Nos miramos y reconocimos en el mismo instante que hicimos contacto visual; cada uno supo que morábamos el mismo ecosistema y que esa competencia podía quitarle al otro una presa. Pero conservamos la pátina de la civilidad y nos ignoramos. Cuando pasó a mi lado divisé el interior de su bolsa, los títulos de cuatro o cinco libros, pero nada que me interesara. Le mostré la dentadura y continué en modo búsqueda.
Descarté toda la memorabilia y me dirigí adonde mi intuición me descubriría un paraíso. Encontré un volumen de relatos de Pierre Boulle, el mismo autor de El planeta de los simios, que decidí que valía la pena por lo raro y excepcional de su ficción, y luego lo puse en la pila. En otro pasillo, encontré un ensayo sobre el movimiento de la ciencia ficción en el área de San Francisco, un libro de gran formato y profusamente ilustrado que solo podía ser publicado en un país cuya producción es tan monstruosa que se jacta a nivel microgeográfico. Lo deseché porque andaba a la caza de ficción. Llegué a tierras pulps y Edad de Oro, habitadas por marcianos y venusinos de antiguo cuño. Los primeros habitaban ciudades crepusculares que parecían pirámides y los segundos, junglas húmedas y pegajosas que estallaban en color. En un momento entreví a Kathy sentada y conversando con la gerenta de la tienda, en un murmullo que no quería romper la atmósfera de santuario. Fue solo un segundo y me dirigí a la sabana de los paperbacks en donde ya estaba dispuesto para mí un volumen de Sam J. Lundwall, el traductor por excelencia de la ciencia ficción en Suecia. Bernhard the Conqueror es la segunda parte de una trilogía paródica, pero no vi las dos restantes entre los anaqueles. Lo deseché por Earthchild (1977), de Doris Piserchia. Una novela desbordante en su imaginación que se zambulle de cabeza en un futuro planeta Tierra devorado por un océano protoplásmico, protagonizado por la última ser humana, Reee, que vive rodeada de especies que se denominan a sí mismas razas humanas y en eterno conflicto con una entidad que cambia constantemente de formas llamada Emeroo.
Doris fue una escritora fugaz e intensa, con menos de quince años de carrera, interrumpida abruptamente por la muerte de su hija. Sin embargo, tiene una obra singular que es el eslabón perdido entre la ciencia ficción más clásica y la new wave. Sus novelas siempre refieren a otras formas de vida y alienígenas. El primer cuento que leí de ella fue «El derecho a la muerte», que aparece en la revista El Péndulo número 1, hoy en día disponible libremente en el magnífico Archivo Histórico de Revistas Argentinas. Una niña inmortal, que jamás creció y fue amante de príncipes y mendigos y la vida misma, reflexiona sobre el derecho a la mortalidad y la soledad de los eones. Sus cuentos siempre son originales y extravagantes. Su última novela de 1983 (The deadly sky) cuenta la travesía de un hombre que ha estado escalando un monte durante diez años, cuando empieza a soñar con huecos en el tejido del cielo, y en uno de esos huecos aparece una mujer. Su obsesión se dispara sideralmente en busca de una explicación y la paz mental. Sus textos se llenaron de humor y temáticas de la vieja escuela de la ciencia ficción norteamericana, aunque estuvo asociada a la New Wave por su aparición en The Last dangerous visions (1979, 2024). Un accidente feliz que le permitía jugar en todas las ligas y experimentar. Pero la vida se encarga de recordarte que nada está escrito en piedra y en 1983 su hija mayor muere, dejándola con una nieta de tres años para criar. Decide dejar de escribir y dedicarse a ella para nunca más publicar, a pesar de tener más novelas y relatos en sus cajones. El 15 de septiembre de 2021 muere a los 92 años, rodeada de su numerosa familia. Hoy es considerada una autora injustamente olvidada. Alguien escribe:
Uno se tienta imaginar que Piserchia fue un talento que nació demasiado pronto, en cuyo estilo se puede discernir las nacientes raíces de la tormenta posmoderna de la ciencia ficción que vendría.
Pero en algún momento había que volver al planeta Tierra, vestirse y peinarse. Agarrar a Doris, agarrar la pila de libros elegidos, y dejarlas sobre el mostrador, y esperar que la suma total estuviera al alcance. Antes de salir, una última visión al paraíso para que quedara forjada a fuego en mi palacio de la memoria, en donde siempre estará a la mano.
Por el camino de vuelta en el puente de Brooklyn, ya en la noche, dos torres de luz alcanzaban la capa de nubes. Las torres de luz partían desde el sitio donde las dos torres anteriores habían caído. Más temprano intentamos visitar la zona cero, pero en el día de la conmemoración solo ingresaban al memorial las familias directas. Los ciclistas seguían gritándoles a los turistas, los turistas siguieron ignorándolos. En las barandas, generaciones enteras de seres humanos seguían colgando candados, escribiendo sobre el metal. Una de las leyendas decía: «Querida Nueva York, lo he pasado tan bien. Un día, serás mi ciudad». De alguna manera, como el DF, Roma y Buenos Aires, Manhattan es ciudad abierta y vibrante, tan inolvidable que no pertenece a nadie y es de todos.

Luis Saavedra V. nació en 1971 en Puente Alto, Santiago de Chile, y es Analista de Sistemas. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos enfurecidos y de ojos saltones; consideraba que era algo único de verse. En 1988, ingresó al mundillo de la ciencia-ficción en su país y se incorporó como un activo miembro de la Sociedad Chilena de Ciencia-Ficción y Fantasía, de la que fue secretario al poco andar. Luego participaría en la edición de los Boletines de la Sociedad, formaría parte del grupo Ficcionautas, que realizaron cinco convenciones de fines del siglo pasado, y editaría los fanzines Wonderlands, Nadir y Fobos. Hoy participa del colectivo de literatura fantástica Poliedro.
Singularity&Co es una da las tantas cosas que la pandemia no perdonó, y ya no existe.
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Y en Tercera Fundación está la breve información de Doris Piserchia, y de sus aún más escasas traducciones
http://tercerafundacion.net/biblioteca/ver/persona/1719
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