Elegí vivir en Santiago Centro. Me gustan las calles aledañas de barrio antiguo, las iglesias que se esconden y las plazas que se reparten desde avenida Libertador Bernardo O’Higgins hacia el sur. Pero uno de mis criterios principales fue quedar cerca de San Diego y sus librerías de viejos que han formado parte de mi biblioteca desde el primer día. La plaza de los libros Carlos Pezoa Véliz, no se llamaba así cuando la conocí. Era la Plaza Almagro. Está detrás de la Iglesia del Sagrado Sacramento y tenía treinta y ocho libreros. Fue Teobaldo, mi padre, quien me llevó por primera vez, con doce o trece años. Esas actividades que se supone representan tiempo de calidad. Me abrió un abanico completo para un cazador de libros como me estaba convirtiendo. Mi título profesional comenzó a construirse en Puente Alto, entre las tres librerías que habían, con libros de ciencia ficción sepultados entre polvo y novelas policiales. Continuó con el Persa y locales cerca del Hipódromo, siempre en compañía de mi padre y atendidos por viejos que lo saludaban de abrazo. Mi padre jamás fue un buen lector, pero sus conexiones con el mundo me sorprendían. Un hombre que creció sin profesión y acechando oficios desde todos los puntos posibles. Teobaldo conocía el antiguo casco de Santiago, como los cités de San Diego y los cines de películas subidas de tono de San Antonio. Arremetía inútilmente por un pedazo de chatarra en casas de remate en Franklin y empinaba el codo en las picadas turcas de mi pueblo natal. Su georeferenciación me hizo conocer la Plaza Almagro finalmente. Con un presupuesto bien limitado me llevé varios Minotauros. Había que ser mañoso y tacaño para arrebatar el libro de la pila, gen que no heredé de él. Le exasperaba mirarme aceptar el precio y terminaba forzando una rebaja. La violencia de la negociación me alejaba de él, hoy en día hubiera estado detrás de exitosas OPAs en la Bolsa. Pero no fue broker, estaba destinado más bien a ser desordenado y desastroso en cuestiones financieras, un buscador de oropel. Al cerrar el día en Plaza Almagro, él traía un libro de historias sexuales con ilustraciones decimonónicas de damas y sátiros en jardines. El libro contenía poemas, cuentos y relatos de alto contenido que revisitaba cada tanto hasta que ya no supe más de él. Desapareció de mi radar sospechando que Teobaldo sabía de mis visitas clandestinas.
La plaza cambió de nombre un poco antes de la remodelación que el alcalde Zalaquett inició en 2011, con un presupuesto de 250 millones de pesos. Se le daba aires de modernidad con módulos multipropósito y otros servicios, más un escenario que era representativo de un ambicioso plan para convertirla en el polo cultural del Parque Almagro. Terminó costando más de quinientos millones en 2013, con unos horrendos módulos cuadrados de aspecto oxidado en un lugar arrasado por el cemento. Los locatarios, que habían estado años habitando containers en la otra ribera de la calle San Diego, sintieron que el cambio no valía la pena. La antigua plaza tenía árboles y un flujo de locales que te terminaban de parecer de lo más natural. Mi circuito empezaba viniendo desde Universidad de Chile, pero pasaba de largo y comenzaba desde calle Santa Isabel. Para entonces ya tenía un sentido desarrollado para detectar ciertos diseños de colección, colores y agrupación de letras que me aliviaban la vida. Así llegué a la portada de Nebulaes y Martínez Rocas, y un sábado me encontré de narices con Dune. La edición Ultramar con ilustración de Antoni Garcés en un estado lamentable que no me importó. Dune representaba un objeto de deseo irresistible. Hice un análisis financiero considerando el regreso al hogar y pregunté por el precio. Todo coleccionista sabe que el rostro puede delatar, todo librero sabe que el precio fluctúa desde el desinterés hasta la angustia. Dije gracias y me senté a reflexionar mi mala suerte en las bancas de la plaza. No podía ser que fuera la segunda y tercera vez que la trataba de conseguir, todas arruinadas por la misma razón. Así que volví más resuelto y expliqué mi situación de calle al librero que no movió una ceja. Entonces saqué de mi mochila La noche de los tiempos, de René Barjavel, que llevaba por la mitad. «La situación es esta. Este libro más trescientos pesos. Me queda justo para volver a mi casa en micro». Fue un duelo corto, pero intenso. Hicimos el intercambio y me fui. No me arrepiento porque la historia de Paul Atreides es más grande que la vida misma. Sí me arrepiento porque la historia de amor sin tiempo de Elea y Paikan, en La Noche…, es absorbente e infinita. Como corolario, más de veinte años después, volví a encontrar a Barjavel en la misma edición y lugar. El ejemplar estaba muy ajado, comparable a mi edición de Dune. Finalmente están de vuelta en el lugar que se merecen.
La plaza Almagro fue fundada en 1978 y no estaba dedicada a los libros. Con el tiempo los locatarios se dieron cuenta que era un mejor negocio vender libros antes que chucherías. Se transformaron en un polo de madres preguntando por textos escolares, estudiantes de filosofía buscando tratados sicológicos y gente como yo, a la que no le gusta que le pregunten. La misión era repasar mesas y estanterías a vuelo de pájaro, rasante. La oferta de libros de género era muy buena y uno no podía perder tiempo socializando. Las decisiones se tenían que hacer en segundos, porque habían miradas sobre uno que mataban. Allí estuvieron sentados en sus locales Juan Radrigán y Luis Rivano, y Augusto Pinochet solía cerrar el perímetro para elegir a su gusto, a pesar de que fue él mismo quien desalojó a esos libreros de la Alameda para reubicarlos allí, dando origen a la Plaza de los libros. Ahora lleva el nombre de Carlos Pezoa Véliz, el poeta de la mala fortuna, cuyo poema Tarde en el Hospital mi generación conoció en la escuela básica. «Y pues solo en amplia pieza / yazgo en cama, yazgo enfermo / para espantar la tristeza / duermo». Los primeros años de su vida los pasó en la carbonería que ocupaba el terreno de la plaza, junto a sus padres adoptivos. Pezoa Véliz fue hijo de una empleada doméstica, una china chilena, y un español incógnito. Hijo de Chile, un huacho mestizo.
Hoy en día no paso mucho por la plaza. Una contradicción casi cósmica. Es que ya no compro libros, aunque mi esposa se burla de esta declaración porque los libros siguen apareciendo en mi casa como teletransportándose. Ella me fulmina con la mirada al borde de la risa y yo me hundo de hombros. Además la actividad después de la remodelación se vino abajo y hoy hay más locales cerrados o que han cambiado de rubro. En algún momento, hubo tal cantidad de literatura de género que me imagino una hecatombe de viejos muriéndose y sus familias vendiendo sus bibliotecas a estos libreros por unas pocas chauchas. Luego desaparecieron fagocitadas por bichos como yo. Hay una cláusula en mi testamento que indica que mis libros deben arder conmigo. O donados a bibliotecas. Ya no recuerdo qué fue lo que dije la última vez.
Un amigo me dijo que sus libros debían brillar de nuevos en su biblioteca. Para gustos, colores. Yo los prefiero leídos y releídos, y luego los parcho y los recubro de plástico. Es la belleza de lo imperfecto, wabi sabi. Tengo muchos que parecen haber estado en la guerra, como mi edición de El retorno de los brujos. Un camino a casa, de Theodore Sturgeon, no tenía portada, así que le dibujé una. Me gusta creer que envejeceremos juntos, como amigos. En el sintoísmo, todas las cosas tienen un alma, sobre todo las imperfectas. Sin la Plaza Carlos Pezoa Véliz ex Almagro, muchos de mis amigos no estarían conmigo.
Un gusto leerte estimado Luis.
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