Cajón Desastre: Fahrenheit 451, de Ray Bradury

Profecía cumplida en un mundo analfabeto.

Cuando uno comienza a leer la novela distópica Fahrenheit 451, de Ray Bradbury se encuentra ante la incertidumbre de estar frente a una obra literaria cuya veracidad profética sigue vigente en la actualidad. Por un lado, la novela manifiesta la necesidad de preservar la lectura en medio de una sociedad tecnológica, en donde impera el reino de los datos superficiales, de las historias triviales, de la decadencia de la cultura, de la inoperancia de la reflexión en pos de una entretención fatua que garantiza una inmediatez de recursos apoteósicos que inyectan como la aguja hipodérmica al usuario en una sinfonía de elementos desechables que vayan desplazando la comunicación, el arte, nuestro sentido de humanidad en términos de individualidad favoreciendo la inminente irrupción de la masa amorfa, tecnológica y decadente. Por otro lado, hay profecías que a lo largo de la historia no solo se han ido cumpliendo sino que se han perpetuado en nuestro diario vivir a tal punto de pertenecer a una sociedad analfabeta. Así, Montag, es aquel bombero que lleva buena parte de su vida quemando libros y, de un momento a otro, comienza a establecer vínculos con su joven vecina Clarisse, quien de inmediato le pregunta a Montag si es feliz y esa simple interrogante gatilla el inicio del despertar de este personaje con el cual muchas generaciones de lectores se han sentido identificados. Se aproximan a entender que la sociedad en la cual convivimos está marcada por la hipocresía de una falsa seguridad ofrecida a través de la tecnología, de la falacia cultural entregada por las manifestaciones artísticas en las cuales predomina el egocentrismo y narcisismo por sobre el impacto y goce estético que deben generar en una comunidad. Lo anterior queda de manifiesto en la siguiente cita extraída del libro:

A veces me deslizo a hurtadillas y escucho en el metro. O en las cafeterías. Y ¿sabe qué?
¿Qué?
La gente no habla de nada.
¡Oh, de algo hablarán!
No, de nada. Nombran una serie de automóviles, hablan de ropa o de piscinas y dicen que es estupendo. Pero todos comentan lo mismo y nadie tiene una idea original”. (Bradbury, 1953: 43)

De este modo, se aprecia como esta conversación sigue vigente en la actualidad. Por un lado, las altas expectativas en torno a obras audiovisuales va provocando hordas de fanáticos que piensan y hablan de una misma manera, una locura que promueve la homogeneidad de la cultura en lugar de la diversidad. Hoy, es más importante conocer el universo cinematográfico de Marvel que leer sobre la historia, identidad y patrimonio local. Cuántas conversaciones se limitan en torno al mercantilismo de vivir bajo el influjo de una sociedad consumista que se nutre bajo el plástico de las tarjetas de crédito, con una sociedad repleta de endeudados y depresivos, que son rescatados por la cultura ofrecida a través de Netflix y la tropa de formas de streaming presentes a un solo click del usuario para traerles un escape a su realidad.

En este sentido, el contexto en el cual se produjo la obra de Bradbury es fascinante. Este joven escritor publicó esta novela en 1953 en los albores de la guerra fría. En plena época del mccartismo, de esa fase inquisitoria como lo era el Comité de Actividades Antiestadounidenses bajo la cual la caza de brujas era brutalmente cotidiana, en donde la manipulación, la censura, la traición y los engaños eran las maneras de sobrevivencia de los artistas. A eso agregar que no ha transcurrido ni una década desde las bombas nucleares de Hiroshima y Nagazaki  y las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial que significaron la mayor muestra de la brutalidad humana a través de ideologías dogmáticas e intolerantes. Así, Rafael Narbona en su artículo Fahrenheit 451, en guerra contra la melancolía sostiene que Bradbury entendió que el sufrimiento de estas personas era el eco más trágico de una visión del mundo comprometida con la aniquilación de la libertad, la diversidad y la disidencia. Por un lado, con espanto se observa como en la actualidad la información es codificada antes de ser entregada al ciudadano. La libertad de prensa, la libertad de expresión, la libertad del pensamiento están siendo truncadas bajo la insignia de un bienestar común en el cual existan los mecanismos de vigilancia de la información, de manipulación y censura. Twitter, de este modo, es la grandilocuencia de una sociedad analfabeta, en la cual se vierte la vorágine de pensamientos, muchos de ellos, radicales y de un alto índice de odiosidad que son adornados con falsas verdades que se extienden rápidamente a través de la nube cibernética hasta traspasar la barrera de los rumores y generar elementos de certeza y veracidad en donde solo hay ignorancia.

A partir de esto, Bradbury habla en torno de la disidencia y de la diversidad que eternamente han sido opacadas y vilipendiadas por pertenecer a la otredad, a la marginalidad que ensucia a las sociedades centralizadas. De este modo, Josep Llátzer Pérez en la columna titulada Fahrenheit 451: una obra atemporal para una sociedad sin remedio menciona que «solo hace falta desprestigiar a la minoría disidente y, si hace falta, criminalizarla, y ahí quedan todos los derechos logrados y su frágil existencia”. Así, hemos visto como en el último tiempo en nuestro país episodios como el del caso Camilo Catrillanca, los vacíos de la Ley Zamudio, entre otros casos han repercutido en la agenda comunicativa recibiendo un tratamiento que vea a la otredad desde la criminalización y no en la necesidad de reflexionar en torno a sus planteamientos. El diálogo no existe cuando predomina la negación.

Así, en la novela Fahrenheit 451, Montag abre un libro y lee rápidamente una frase: “El tiempo se ha dormido a la luz del atardecer”. Tal vez sea la profecía que con mayor vigencia se está cumpliendo en la actualidad. Este mundo distópico que propone Bradbury culmina en la llegada de la guerra, en la inoperancia de la tecnología, en los actos suicidas en medio de una vida vacía. Lo anterior se aprecia en el comportamiento de Mildred, la esposa de Montag, quien lleva un estilo de vida postmoderno. Es incapaz de recordar momentos importantes junto a su esposo, permanece conectada a lo tecnológico como si fuera una prolongación de sus ojos, vive la vida que ocurre en las pantallas que cubren los muros de su casa, sigue al pie de la letra las normas imperantes, teme a los cambios y no comprende por qué motivos es capaz de tomar pastillas hasta tener sobredosis y no tener una mayor conciencia de aquellos actos. Por lo tanto, Dicha realidad es una de las grandes profecías que están cumplidas en la actualidad. Vivimos rodeados de pantallas, no solo en nuestra casa sino que en cualquier lugar del mundo, las llevamos en el metro, en el avión, en el cine, hasta en nuestro dormitorio o el baño. Estamos rodeados de familiares y amigos cibernéticos que a través de un like, un me gusta o emoji van ornamentando las relaciones. Los ciudadanos son incapaces de sobrellevar esta vida si un corte de luz genera la incomunicación. Le temen a los libros como si contuvieran plagas de conocimiento que les dañara sus cerebros afásicos. Convivimos en el reinado de la información, de lo cibernético, del control de las masas, en donde no hay cabida a la lectura pero sí a los titulares, a los tuits, a una imagen que no necesariamente vale más que mil palabras. Las acciones de los bomberos de Fahrenheit 451 siguen latente entre nosotros, el fuego de nuestros comentarios, la verborrea, la incapacidad de desarrollar habilidades lectoras en los colegios, entre nuestros niños y adolescentes van generando que el fuego continúa desempeñando una función purificadora y ejemplarizante.

En este sentido, es difícil revertir dicha situación sobretodo cuando las personas se han acostumbrado a un estilo de vida en el cual la rutina, las deudas y el espectáculo de la entretención son las luces que gobiernan su proceder. Tal manifestación de cambio genera incertidumbre y agobio como lo manifiesta Mildred al ser cuestionada por Montag:

Déjame tranquila dijo Mildred—. Yo no he hecho nada.
¡Dejarte tranquila, dices! Eso está muy bien, pero ¿cómo puedo estar tranquilo yo mismo? No necesitamos que nos dejen tranquilos. De cuando en cuando, nos convendría estar seriamente preocupados. ¿Cuánto tiempo hace que no has tenido una verdadera preocupación? ¿Por algo importante, por algo real? (Bradbury 1953: 65)

Nos cuesta desprendernos de nuestra comodidad para entender a la otredad. Es más fácil negarla, vilipendiarla, ridiculizarla o simplemente ignorarla. Cada uno sabe hasta donde le aprieta el zapato y bajo este paradigma no es anormal la actitud de Mildred quien representa a un alto porcentaje de ciudadanos de la actualidad. Gente embobada en relaciones pasajeras, en sueños fugaces, dedicados en tiempo y alma a las teleseries nocturnas, a las maratones de series, a hacer filas para lucirse ante sus amistades y las redes sociales por realizar acciones cotidianas antes que los demás. Desconocen de las preocupaciones vigentes de la actualidad. Cómo conversar con ellos sobre cambios climáticos si lo asocian solo a películas hollywoodenses, o de qué manera enfrentar el clasismo, el racismo y la xenofobia cuando disfrutan viendo las humillaciones y los estereotipos hacia las comunidades negras y latinas en las pantallas de 52 pulgadas pegadas en los muros de cada habitación de sus casas. Vivimos en una sociedad marcada por el concepto de la náusea, de Jean Paul Sartre. Somos incapaces de mirar más allá de nuestra burbuja, entendemos el mundo como un lugar deprimente, en donde la esperanza se ha reducido a batallar cada día en el trabajo, en los estudios, en las deudas, en las desolaciones de los sueños frustrados o el eterno fracaso de vivir vidas que no desean, hipnotizados por las pantallas led, por la música adictiva, por las superestrellas, por las palomitas de maíz y la coca cola. Es una sociedad ingenua, tal como la plantea Bradbury, que sonríe mirando el espectáculo y a las horas se lanzan a las vías del metro, saltan desde las azoteas de los edificios, golpean a quienes aman, mienten a descaro, consumiéndose en los vicios, en el soma del mundo feliz de Huxley, en el gran hermano de Orwell, en la ceguera blanca de Saramago. En un mundo en donde la televisión y sus diversas plataformas se han impuesto sobre la lectura, en donde los libros empiezan a ser una rareza y unos bichos raros quienes mantienen vivo el fuego de la lectura.

Ahora bien, Michael Foucault plantea que el poder es saber. Con mayor razón las actuales sociedades temen a los libros, pues el conocimiento que radica en ellos es el verdadero poder que es capaz de transformar las sociedades y tal vez, reconciliarnos con nuestro entorno. Sin embargo, actualmente el poder es el dinero, el poder es la manipulación de la información, el poder es el conductismo. Obedece y sé feliz pues está prohibido ser diferente. No es ilógico imaginar que desde la llegada de las corrientes conductistas a través de Pavlov, Skinner o Bandura estamos frente a sistemas mecanizados, controlados por poderes fácticos que incluso mantienen el control en los ámbitos culturales y literarios. Por ejemplo, en una entrevista dada el año 2018 al New York Times, Ramin Bahrami, el director de cine que adaptó la novela de Bradbury, sostiene que a Bradbury le preocupaba la pérdida de la lectura. Hoy tenemos a Wikipedia y los tuits; le preocupaba que la gente solo leyera encabezados. Hoy parece que la mitad de las palabras en línea han sido sustituidas por emojis. Cuanto más erosionamos la lengua, más erosionamos nuestro pensamiento complejo y somos más fáciles de controlar. Temía la pérdida de la memoria y hoy hemos decidido que Google y nuestras cuentas en redes sociales sean los guardianes de nuestros recuerdos, emociones, sueños y hechos.

Entonces, ¿A qué se debe esta situación?. Hoy se habla de libros prohibidos, de literatura subversiva, de literatura no apta para ciertas edades como si el conocimiento estuviera alienado bajo los paradigmas de la edad, procedencia o sexo de los lectores. De este modo, Bradbury manifiesta en la novela este frecuente temor a los libros en la conversación que mantiene Faber con Montag:

Primera: ¿Sabe por qué los libros como éste son tan importantes? Porque tienen calidad. Y ¿qué significa la palabra “calidad”? para mí significa textura. Este libro tiene poros, tiene rasgos. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente, encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, cuantos más detalles provenientes de la vida misma haya en cada centímetro cuadrado de papel, más literaria será la obra. ¿Se da cuenta ahora de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona solo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. (Bradbury 1953: 97)

¡Cuántos de nosotros vivimos engañados bajo nuestras propias acciones, incapaces de vislumbrar más allá de nuestras sombras! pues un libro es capaz de trastocar nuestra realidad, de ahí que no solo desde lo planteado por el escritor norteamericano, sino desde los albores de nuestra civilización se le ha temido y se le ha reverenciado. Así, se aprecia como la amiga cibernética de Mildred llora al escuchar la lectura poética de Montag pues la poesía tiene el poder de remover las entrañas, de trasladarnos a lugares remotos, de remembranzas con nuestra infancia, con esos sueños que han dejado de existir para dar paso a la persona que en la actualidad es uno más de una larga fila de ciudadanos que conforma esta masa utilitaria para los propósitos de quienes juegan a ser dioses. Así, es tal vez la profecía que acentúa más nuestra misión de estar viviendo bajo esta distopía pues vemos como día tras día el temor a la lectura va creciendo entre las nuevas generaciones hasta convertirse en actos de rebeldía aquellos que siguen amando desde el olor que desprende el papel de un libro hasta la fascinación que provoca la diversidad de imaginarios que producen las obras ficticias y la reflexión necesaria para generar los cambios sociales en una lectura de textos no ficcionales.

En este sentido, en la novela distópica se manifiesta que los libros contienen tres características esenciales que los hacen ser únicos e irrepetibles: en primer lugar, tienen una calidad de la información de la cual carecen las otras formas de escritura. En segundo lugar, es necesario disponer de un tiempo dedicado a su lectura, a su asimilación, a su goce estético en medio de una sociedad caótica, acelerada hasta llegar a actos de entropía, detenerse a leer es una paz en medio de la tormenta, un eje fundamental de nuestra vida que es tan combatido por quienes nos controlan. No pierdas el tiempo en la lectura de una novela cuando puedes disfrutar de la película de ese libro. Y, en tercer lugar, quienes leen generalmente emprenden acciones basadas en lo que aprenden por la interacción o la acción. Imagínense un mundo en donde exista la lectura analítica, crítica, interpretativa y reflexiva en torno al cambio climático. Cuántas acciones concretas de cambio se harían, de qué manera iríamos convirtiendo nuestro hogar en un mundo mejor. Sin embargo, los finales felices tras acciones trágicas intentan inhibir nuestra capacidad de soñar y de actuar. La falsa idea de seguridad, protección y de felicidad en cosas banales son el pan de cada día. Es por esto que sigue vigente este universo. Hoy son muchos quienes representan el papel realizado por Beatty, este capitán de los bomberos, quien aún sabiendo de la importancia de la lectura prefiere combatirla pues no necesitamos de los libros, su lectura es una enfermedad para un mundo que es feliz en la bendita ignorancia. La lectura genera libertad de pensamiento y de ahí los cuestionamientos a las autoridades, la pérdida del control, los actos de rebeldía, los instantes de sentirse vivo, desconectados de la pantalla de la televisión.

Por otra parte, En su ensayo “La muralla y los libros”, perteneciente a su libro Otras inquisiciones (1952), el escritor Jorge Luis Borges menciona lo realizado durante el reinado del primer emperador chino Qin Shi Huang (260-210a.C.) cuando se ordenó la destrucción de todas las obras literarias, históricas y filosóficas anteriores, con el propósito de borrar el pasado e inaugurar una nueva era. Verdadera o no esta historia, manifiesta la necesidad de la inquisición, de la extinción y el aniquilamiento de aquello que genere dificultades para los gobiernos imperantes. El fuego es y seguirá siendo el mejor aliado de estas civilizaciones. Ocurrió en el incendio de la Biblioteca de Alejandría, en la quema de libros de la Alemania Nazi, de los libros quemados en la dictadura chilena, del mccartismo en el cual convivió Bradbury, el fuego del miedo genera impunidad y cobardía convirtiéndose en la gran distopía de nuestra historia. Aquella que nos mantiene desinformados, nos mantiene en una vida caótica y acelerada a tal punto de llegar a saciarnos gracias a las distintas formas que adquiera el soma dependiendo de los usuarios con tal de frenar y extinguir la lectura, la masificación de una lectura comprometida con la transformación de la sociedad. Para esto, son mejores los best sellers, la literatura vacía realizada para entretener y no generar los vientos huracanados que cambien las raíces implantadas de lo correcto y las conductas predominantes. Vivimos en el mundo de Fahrenheit 451, la profecía se ha cumplido, somos parte de la sociedad ignorante y analfabeta que rinde tributos a héroes ficticios.

Finalmente, siempre me he preguntado desde dónde ha surgido mi ferviente amor hacia el mundo distópico. Será que a través de las distintas versiones de realidades ofuscadas y decadentes vaya descubriendo las grietas que nos permitan sacarnos la venda de nuestros ojos y ver el mundo tal cual es. Ya no se trata de leer por el acto de leer o de escribir por escribir. ¿Cómo seguir realizando congresos de literatura de ciencia ficción y fantasía si el acto de lectura parece ser un terreno perdido, transmutado a lo audiovisual y a lo instantáneo? Si he de tomar una postura, prefiero ser Clarisse e ir en busca de nuevos lectores, mostrar la relevancia del texto y de su poder transformacional que convivir escondido entre el bosque hablándonos unos a otros por miedo a ser descubiertos por quienes nos temen. Por lo tanto, es nuestra responsabilidad ser Clarisse, ya que hay muchos Montag que necesitan de nosotros.

J.P. Cifuentes Palma, 2020.

Soy escritor chileno que ha publicado los poemarios Dile a Jesús que tenemos hambre (2016), Dios castiga pero no a palos (2016), A oscuras grité tu nombre en el muro de Berlín (2016), Destrucciones a las 11 AM (2018); y las novelas breves El ataúd (2016) y El último que muera que apague la luz (2016). Además, mis textos se han publicado en antologías nacionales e internacionales. Fui finalista en el Premio Internacional de Poesía Gonzalo Rojas, en el cual este año participé como jurado de dicho certamen. Conduzco un programa de tv en un canal local de Coihueco, comuna en donde vivo actualmente, llamado Liberarte. Soy columnista en Revista Pudú y en el Quinto PoderProfesor de lenguaje y comunicación, magister en gestión educacional, aficionado al cine, series de tv, cómics, antropología, filosofía, ecología y astronomía. 

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