Cajón Desastre: Las Torres del Olvido, de George Turner


George Turner publicó Las Torres del Olvido en 1987, el año que yo nací. En Estados Unidos y Gran Bretaña, el título es Drowning Towers (Torres ahogadas), un poco mejor que la traducción, pero el original en la edición australiana es The Sea and Summer (El mar y verano), infinitamente más poético y apropiado.

Nunca me ha preocupado mucho el aspecto “anticipatorio” de la ciencia ficción. No soy lector de este género porque me interese la adivinación, sino porque la especulación me interesa se haga realidad o no. Pero Las torres del olvido le acertó al futuro con una exactitud escalofriante. Situada en la segunda mitad del siglo XXI, los hechos que describe aún no han sucedido, pero la novela está permeada de un sentimiento de angustia y miedo que ya siente vivamente mucha gente de mi generación.

¿Es una novela distópica? Yo diría que no, si uno se imagina algo así como 1984 o Farenheit 451. No hay un gobierno opresor como los de esas novelas, aunque ciertamente no falta la opresión. Las Torres del Olvido es más sutil que otras distopías: no hay una camarilla de genios malvados pisoteando al pueblo, sino que hay un sistema —que nadie dirige, nadie manda, nadie organiza— cuyo resultado inevitable es la opresión. Y la opresión no es de unos sobre otros: todos los individuos de esta sociedad son engranajes en un reloj de represión y no se salvan de ello ni siquiera los gobernantes. Quizás el toque más macabro de Las Torres del Olvido es que, hacia el final, uno termina empatizando con el Estado, que hace lo que puede cuando casi no hay nada que hacer.

Se trata explícitamente de una novela sociológica: los personajes son muestras que sirven para sumergir al lector en el Melbourne del año 2041. Sin embargo, Turner pinta a sus personajes con un pincel muy fino; retratos de moralidad ambigua, difíciles de querer y, sin embargo, imposibles de despreciar.

El año es 2041 y el calentamiento global está comenzando a causar estragos. El nivel del mar ha subido los centímetros justos como para amenazar a las ciudades costeras y la agricultura se está volviendo cada vez más difícil. Más grave aún, quizás, es que la automatización ha creado una profunda división social entre los “supra” (“sweet”), quienes cuentan con trabajo y una buena vida, y los “infra” (“swill”), carentes de toda empleabilidad, quienes no tienen de qué vivir salvo los miserables subsidios estatales. Los supra viven en barrios suburbanos, los infra en unas enormes torres de concreto —que dan nombre a la novela— en las que cien mil personas se hacinan sin alcantarillado funcional. Nuestros protagonistas, a través de cuyos ojos exploramos esta sociedad, son los niños Conway, supras súbitamente convertidos en infra cuando su padre pierde el trabajo ante un programa automatizado. Incapaz de lidiar con su democión social, el padre se quita la vida y deja desamparada a su mujer y dos hijos.

La familia Conway desciende al limbo: se mudan a un barrio junto a las torres, donde malviven aterrados por la posibilidad de perder los pocos ahorros que tienen y verse obligados a vivir en el gueto vertical. No tienen esperanzas para el futuro, solo pesadillas. Sin embargo, este descenso obliga a los jóvenes Conway a enfrentar realidades que hasta entonces ignoraban sistemáticamente y por diseño. Los infras no son la turba asalvajada que la televisión y el colegio les habían dado a entender y la realidad en que viven merece infinitos matices.

Un personaje en particular se encarga de abrir los ojos a los Conway: Billy “Goat” Kovaks. Entre mafioso y cacique, esencialmente, Kovaks es el jefe de los matones que mandan en las torres, ahí donde el Estado no tiene presencia alguna. Rige con mano dura sobre los infras de su torre, pero es también un ser humano lleno de compasión; un monarca absoluto, pero ilustrado. Y, para sorpresa de los hermanos Conway, relativamente educado. Kovaks pone a Alison Conway, la madre de la familia, bajo su protección; en parte, por piedad y, en parte, por interés, pues cobra una tarifa por la seguridad que ofrece. Al poco andar, comienza también una relación romántica con Alison, para espanto de los hijos de esta.

Los hermanos Conway no se toman nada bien la presencia de Kovaks en sus vidas y rechazan con furia las revelaciones que acompañan su nueva posición social: un fuerte sesgo cognitivo les impide asimilar lo que tienen ante los ojos. Teddy, el mayor, consigue escapar del limbo al ser reclutado para ingresar al tercer estamento social, los “extras”, que dirigen el gobierno: deja atrás a su familia y se niega a mantener contacto. Francis, el más joven, no tiene oportunidad de huida y debe adaptarse a las circunstancias, pero su resentimiento no desaparece, sino que se interioriza. A ninguno se le ocurre dirigir su rabia y frustración contra el sistema que los ha dejado caer, sino que odian con pasión todo lo infra, como si ese desprecio fuera lo último que les queda de supra.

A medida que la nueva realidad se va aclarando, surge una y otra vez la misma pregunta: ¿por qué aguantan los infras sus condiciones de vida miserables? ¿Por qué no marchan hacia los barrios supra y pasan a cuchillo a sus opresores? Sería tan fácil empezar una rebelión… Hay obstáculos, por supuesto: el diseño de la ciudad pone parques y autopistas entre las torres y los barrios supra, pero si un número suficiente de infras de organizara, ninguna defensa podría resistir el embate de la muchedumbre. Y, sin embargo, explica Kovaks:

—¿Te parece que sería fácil saquear la ciudad? Sí, podríamos hacerlo. Sería fácil. Y después, ¿qué? ¿Estaríamos mejor cuando se acabara el saqueo? El trabajo del Jefe de Torre es impedir que los idiotas se amotinen. Si nos apoderáramos de la ciudad, no sabríamos ni hacer funcionar el sistema de transporte, mucho menos los hospitales o el suministro de alimentos. Medio Melbourne se moriría de hambre antes de que empezaran a funcionar la mitad de las cosas que tienen que funcionar. Nunca le des a la gente lo que quiere: es malo para ellos y para todos los demás. (La traducción es mía).

Es un pragmatismo descorazonador. Sin embargo, la realidad siempre es infinitamente más compleja de lo que parece a primera vista. Continúa Kovaks:

—¿Sabías que los infra están más sanos que los supra? Hay datos que lo demuestran.
—No lo sabía. ¿Por qué es así?
—La dieta. Calorías, proteínas, vitaminas, todo eso: balanceado. Nos toca lo justo de todo lo necesario. Los supra consiguen los lujos con sus cupones extra, así que están gordos y son lentos y están enfermos, comparados con nosotros. Ahí tienes una buena broma.

Y narra Teddy, quien lentamente comienza a comprender mejor la realidad.

Mi comprensión de los infra se hizo trizas por centésima vez a medida que él [Kovaks] realineaba mi visión de una comunidad tan desorganizada por la falta de objetivos como unida por sus propias convenciones y preocupaciones. Había orden [en las torres] porque la mayoría insistía en mantener el orden, y desorden porque una minoría no aceptaba ser ordenada; había grupos en pisos donde el espíritu de comunidad y paz reinaba, así como pisos empapados en la sangre de conflictos feroces; había estratos sociales, con la familia del jefe en la cima, los niños de la calle al fondo y, entre medio, esnobismo semi-analfabeto, grupos de juego, entretenedores, comerciantes e incluso excentricidades tan exóticas como artistas. «Hay de todo en las torres», dijo Kovaks, «pudriéndose porque no hay nada en lo que hacer trabajar a los buenos cerebros».

Hasta la última página, la realidad social que presenta Las Torres del Olvido no deja de hacerse más y más compleja. Y a medida que se descubre la realidad, crece el sentimiento de impotencia: ningún individuo tiene la capacidad de solucionar la creciente crisis; no hay ni habrá un héroe que derroque a los tiranos e instaure la justicia y la paz. El cambio climático entró hace rato en su fase irreversible, la automatización es una fuerza indetenible, el abismo entre infras y supras no hará sino crecer.

Sin embargo, quizás lo más importante es que Las Torres del Olvido no es una novela de desesperanza. Margaret Atwood ha comentado acerca de 1984 que el epílogo de esta novela (un artículo académico que examina la neolengua) es prueba de que en algún momento el horror terminará. De igual modo, Las torres del olvido cuenta con un prólogo y epílogo en que se nos muestra el futuro distante; una sociedad que ha sobrevivido y ha sabido sobreponerse al trauma, aunque todavía debe pagar el precio de nuestra época de excesos.

Los hermanos Conway finalmente consiguen entender su nueva realidad. Más aun, ven la posibilidad de hacer cosas concretas que puedan mejorarla. No de manera radical, por cierto, no solucionando de sopetón todos los problemas, sino más bien con los pequeños aportes que se encuentran al alcance de un individuo. Pequeños cambios pueden tener grandes efectos.

Las Torres del Olvido tiene un arco que va de la esperanza ingenua y naif, propia de niños que esperan que la vida sea puro dulzor, hacia una esperanza adulta. Una esperanza dura, cruenta, amarga, pero real.

Arturo Sierra, 2019.

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