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Shark’s Den, Deviantart.com |
La ciencia ficción “tradicional” (por llamarla de alguna forma) aborda el primer contacto con extraterrestres, en gran parte de los escritos, como un drama explosivo en que la humanidad queda pasmada ante los que serán sus benévolos amos (El fin de la infancia (1953), de Arthur C. Clarke es un buen ejemplo) o sus enemigos (La guerra de los mundos (1890), de H.G. Wells y Crónicas marcianas (1950), de Ray Bradbury; dos caras de la moneda al respecto). Es entretenido enfrascarse en un relato donde esta primera interacción, con toques de humor y solemnidad por partes iguales, se presente el inesperado pero calmo descenso de una navecilla frente al Museo Real de Ontario, emergiendo un arácnido con dos bocas y pedúnculos por ojos, que ingresa ante los asombrados y asustados visitantes (menos de los últimos de los que cabría esperar) para preguntar en el mostrador con modales perfectos y un inglés impecable por un paleontólogo. Este último, Thomas Jericho, en sus últimos meses de vida que le concedió su cáncer de pulmón, atiende al cortés ser, que a la vez lo introduce a los resultados de una empresa titánica de parte de las dos civilizaciones a las que representa, y lo enfrenta al dilema que su racionalismo puro le prohíbe tocar, incluso en sus últimos días: pruebas científicas de que el Universo tuvo un creador. Y sus planes, sean cuales sean, tal vez no han terminado.
El Cálculo de Dios (2000), de Robert J. Sawyer (que el lector reconozca tal vez por Flashforward (1999), el libro o la película por supuesto, no la serie), autor canadiense consolidado en los premios UPC y recurrente finalista en los Hugo (siendo este relato uno de los nominados a Mejor Novela en la versión del 2001), es el decimocuarto libro publicado bajo la autoría de Sawyer, novela clasificada dentro de lo que es la ciencia ficción hard. Escritos donde se abordan datos científicos duros y rigurosos, incurriendo menos en las simplificadas pero válidas explicaciones características del género (sobre todo en construcciones ambiciosas del futuro, como en el universo de Asimov). En el caso de esta novela, la rama científica protagonista es la paleontología, con los complementos necesarios en genética y el toque obligatorio de astrofísica y exobiología que una novela con civilizaciones extraterrestres exige. En cuanto al factor humano, la novela pone sobre la mesa uno de nuestros mayores problemas filosóficos: cómo abordar la muerte, la incertidumbre de esfumarse sin más y asumir (o rabiar) que, al fin y al cabo, no hay razones para afirmar que la vida antes de bajar el telón tuvo algún sentido. Esta perspectiva que tanto creyentes como escépticos encuentran si no abrumadoramente desoladora, en última instancia, incómoda. Esta novela trata de conciliar la levedad de la existencia humana y su rol frente al gran orden de las cosas, poniendo en términos “orgánicos” (increíblemente orgánicos descubrirá, si se anima a leer esta novela) cuál podría ser el propósito de la vida en el Universo.
El inicio de la trama ya fue expuesto, pero faltan algunos detalles. Durante décadas, los forhilnor (arácnidos gigantes con cuerpo redondo provenientes del sistema Beta Hydri) y los wreeds (peludos bípedos de 7 extremidades, carentes del pensamiento lógico-matemático, pero eminentes en ética y moral, nativos del segundo planeta de Delta Pavonis) han viajando entre las estrellas siguiendo los rastros de antiguas civilizaciones desaparecidas sin explicación y conocimientos sobre sus mundos (y eventualmente el nuestro) que parecen ser algo más que una coincidencia. En paralelo, Thomas Jericho ha dedicado toda su vida a la paleontología, a defender el racionalismo ateo ante fanáticos que señalan a los fósiles como “pruebas de fe”, a sentar cabeza y disfrutar de su esposa y su hijo adoptado, y en el último tiempo, a aceptar el hecho de que morirá fulminado de cáncer de pulmón, producto de su arduo trabajo con esqueletos polvorientos y moldes de yeso. En medio de su rutina, Hollus, de los forhilnor, lo solicita para preguntarle cuándo ocurrieron las últimas extinciones masivas en la Tierra. Jericho queda pasmado al enterarse que, justo como esperaba el forhilnor, coinciden (en años terrestres) a las fechas de las extinciones masivas ocurridas para su planeta y el de los wreeds. De aquí en adelante, la novela transcurre entre las discusiones entre el académico y el extraterrestre sobre el Diseño Inteligente, la evolución, las intrigantes semejanzas genéticas entre las tres especies, todo animado con la lenta forja de una amistad que traspasa el ámbito puramente intelectual. De tanto en tanto, páginas completas arrojan conocimientos concretos que el lector puede agradecer a gusto, pequeños regalos que uno no se espera.
Ahora bien, la propuesta es interesante, pero dista de ser perfecta. Por más que la discusión en torno a Dios abunda de buenas dosis de racionalismo y rigurosidad científica, en el momento de la verdad, recurre inevitablemente a lo “más allá de nuestra comprensión”, y en sus últimas páginas más que una novela de ciencia ficción la novela se torna a un bien alucinado viaje ácido. Un servidor no es necesariamente experto en el género, pero si lo suficientemente maduro para decir que mucho se utiliza este, llamémoslo, exceso místico en la ciencia ficción, y no es que esté mal. Si el autor sabe articular bien sus planteamientos para hacer de su propuesta lo más plausible que pueda (Galaxia en el universo de La Fundación peca de lo mismo, pero de manera sutil). En esta novela, Sawyer no termina de hacerlo muy bien. Las interacciones entre los personajes, el trasfondo que engloba a los visitantes extraterrestres, sus biosferas y sus culturas, la especulación sobre el destino de las civilizaciones avanzadas y el drama moral por el que debe pasar Thomas Jericho ante la perspectiva de un creador que aparentemente lo necesita moribundo, quedan mucho mejor articulados, con amenas e ingeniosas referencias a la cultura geek.
La novela no será una obra fundamental dentro del género, ni pasa de ser una producción destinada al best-seller, pero es entretenida. Sus acotaciones científicas y su exploración dentro del drama humano la dejan muy bien parada respecto a las tendencias más bien juveniles en las que ha incurrido la ciencia ficción de estas primeras décadas, y eso se agradece. La trayectoria de un autor no significa que todas sus obras sean magníficas, pero el ingenio de Sawyer se imprime bien en esta novela. En lo personal, está para leerla de un tirón y relajarse, y no requiere un análisis profundo que títulos emblemáticos del género exigen. Esto sin implicar que su propuesta atrapa y no me dejó indiferente en absoluto. Eso sí, la psicodelia del final es fuerte y puede dejarlo suspendido entre el asombro y la confusión. En fin, no es para buscarle la quinta pata al gato. Lo mejor es leer primero y cuestionarlo después, que no se pierde nada y se gana un buen rato.