EL RELOJ ASTROLÓGICO
Predecir es muy difícil, sobre todo el futuro.Mark Twain
Los científicos tienen un especial carisma, y la gente cree en ellos como si fueran sacerdotes de un culto sagrado. Considerados infalibles monopolizadores de la verdad, cuando se equivocan el impacto en el público es devastador, y este capítulo narra uno de aquellos errores.
Desde que Isaac Newton (1642-1727) desarrolló la física moderna se empezó a pensar que la única vía al conocimiento era la ciencia, y sólo en la ciencia, y que gracias a ella un día llegaríamos a saberlo todo. El propio Newton, quien fue profundamente religioso, no compartía tal idea, pues conocía las limitaciones de sus descubrimientos, y así lo declaró con modestia.
No se lo que pareceré a los ojos del mundo, pero a los míos es como si hubiese sido un muchacho que juega en la orilla del mar y se divierte de tanto en tanto encontrando un guijarro más pulido o una concha más hermosa, mientras el inmenso océano de la verdad se extendía, inexplorado frente a mi.Isaac Newton
Pero los herederos intelectuales de Newton no pensaron igual, y no fueron tan modestos en juzgar el poder de la ciencia y la fuerza de la razón.
Cuando a mediados del segundo milenio la ciencia renació, Copérnico puso al Sol en su lugar, pero su teoría carecía de la matemática adecuada, por lo que se debió esperar a Kepler para imponer orden con sus famosas Tres Leyes, las cuales lanzaron finalmente el modelo geocéntrico de Ptolomeo al basurero. Entretanto, Galileo Galilei puso a Aristóteles en su lugar al descubrir las leyes de los cuerpos en caída libre. De acuerdo a los antiguos, la caída se debía al peso de los objetos, pero Galileo descubrió que esta dependía sólo de la aceleración de gravedad y que el peso no tenía relación con el movimiento, lo que demostró lanzando objetos desde la torre de Pisa.
La leyenda puso a Galileo como el paradigma de la lucha entre la ciencia y la religión, entre la racionalidad y la fe, sin embargo, los hechos no fueron tan simples. Por ejemplo, se sabe que Galileo no sólo fue un ferviente católico, que empujó a su propia hija a un convento, sino que fue inspirado por los escritos sobre el movimiento uniformemente acelerado del escolástico religioso español, y experto en Aristóteles, Domingo de Soto (1494-1560).
¡El Diablo vendiendo cruces! diría mi abuela, al enterarse que un sacerdote inspiró a un supuesto hereje y superhéroe de la ciencia. Como sea, con la destrucción de las ideas de Aristóteles y Ptolomeo se abrió el camino para una nueva física.
Poco después, como cuenta la leyenda, Isaac Newton encontró su destino de un manzanazo en la cabeza que le hizo ver estrellas. Newton fue un estudiante de Cambridge, donde estuvo al tanto de la emergente matemática del cálculo diferencial e integral, que en aquel tiempo daba sus primeros pasos gracias, nada menos, que a su propio profesor, Isaac Barrow. Newton fue un genio, quizás el más grande desde Arquímedes, y como tal fue capaz de unificar bajo un solo modelo matemático las leyes de Kepler con la gravedad de Galileo. Y como sabe cualquier estudiante de física o ingeniería, fue él quien desarrolló todo el potencial del cálculo infinitesimal, que es el aparato matemático de la física moderna y que su propio profesor ayudó a fundar.
Gracias al trabajo de Newton, muy pronto todo el mundo estaba usando el cálculo infinitesimal para derivar nuevas ecuaciones físicas que describían los choques y caídas de los cuerpos, las trayectorias de las balas de cañón y el movimiento de los planetas. Aparecieron nuevos modelos de estática, hidráulica, aerodinámica, óptica, electricidad y magnetismo, que explicaron numerosos fenómenos físicos y que hicieron avanzar las ciencias y técnicas a pasos agigantados. Era el comienzo de la era del progreso.
En el modelo de Newton, todo el universo está hecho de partículas que interactúan entre sí por fuerzas que actúan a distancia, siendo la gravedad la primera de aquellas cuyo comportamiento fue capturado por ecuaciones. En efecto, si lanzamos un cuerpo de una altura determinada, la física de Newton nos dirá a qué velocidad viajará en cada punto de su caída, que altura tendrá en cada momento hasta tocar el suelo, la velocidad con la cual impactará y cuanto tiempo tomará en completar la caída. Una vez que el objeto se suelta, las leyes de Newton toman el control y definen sus estados futuros hasta que impacte la superficie. Si lo pensamos bien, las formulas cinemáticas permitirían ver el futuro, actuando a la manera de un oráculo. Este detalle no es menor y tuvo aplicaciones prácticas impresionantes, en particular en las hazañas espaciales, pues las fórmulas de Newton permitieron calcular con precisión y predeterminar los viajes a la órbita terrestre y a la Luna.
En efecto, si le creemos a Newton, el mundo funcionaría como un inmenso reloj mecánico en el cual todo está predeterminado por las condiciones iniciales de los objetos, y cuya evolución en el tiempo es descrito por sus ecuaciones. Con ellas sería posible seguir todo lo ocurrido desde el principio hasta el fin de los tiempos, simplemente calculando cada uno de sus estados. En otras palabras, las ecuaciones de la física nos servirían de carta astral para predecir el futuro. El devenir histórico y el transcurso de nuestras propias vidas estarían predeterminados hasta el último detalle por aquellas ecuaciones, y el libre albedrío sería nada más que una ilusión. En este esquema los humanos sólo seríamos robots siguiendo una programación ineludible, y nuestra voluntad sería sólo un espejismo.
Por ironía del destino resultó que la física de Newton, que fuera una herramienta central en la destrucción de la superstición, se convirtió a sí misma en un instrumento astrológico para predecir el futuro. Esto pareciera ser una contradicción de términos, dado que la ciencia se considera racional, pero no siempre es así. Que la ciencia puede ser transformada en superstición se ve claramente en la pseudo-religión del Positivismo, cuyo líder fue Auguste Comte (1798-1857). Aquel movimiento intelectual creía firmemente que la ciencia reemplazaría a la religión y que la fe en el progreso se transformaría en el nuevo culto humano. Todavía podemos encontrar esas ideas en lugares tan inesperados como en el lema “Orden y Progreso” bajo la bandera de Brasil. Paradójicamente, buscando la iluminación racional la ciencia se convirtió en aquello que pretendía reemplazar, en una fe.
El mayor proponente del universo predecible por las ecuaciones de la física fue Pierre-Simon Laplace, un genio a la manera de Newton, quien hizo muchas contribuciones a la alta matemática. En 1814, Laplace desarrolló un experimento mental, conocido como el Demonio de Laplace, que dejó intrigados a sus contemporáneos, y que hoy se revela como sólo un sueño inalcanzable. Así pues, Laplace dijo:
Podemos considerar el presente estado del universo como el efecto de su pasado y la causa de su futuro. Un intelecto que en un cierto momento conociera todas las fuerzas que hacen mover a la naturaleza, y todos los ítemes de los cuales se compone la naturaleza. Si este intelecto fuera lo suficientemente vasto (sic) para analizar todo estos datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los más grandes cuerpos del universo y aquellos del átomo más pequeño; para tal intelecto nada sería incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presente ante sus ojos.Pierre-Simon Laplace
El sueño de la física de Newton, Laplace y Einstein fue comprender el universo y su historia a través de fórmulas. Un sueño codificado en principios tales como el determinismo, que clama que todo lo que pasa en el mundo está predeterminado por las condiciones iniciales del universo, y en su principio complementario y hermano, el reduccionismo, que pretende que todo sistema es comprensible si analizamos sus partes por separado. Llevado al extremo, por ejemplo, el reduccionismo enseña que la psicología se deduce de la química, ya que el cuerpo humano está compuesto de elementos químicos, o bien, que para aprender programación de computadoras, primero se debe estudiar análisis de circuitos electrónicos.
Estas ideas todavía son parte de aquel sueño científico que se manifiesta con claridad cuando los físicos hablan de su Teoría del Todo: el mítico Santo Grial de la física contemporánea. Esa utópica teoría explicaría la naturaleza en su totalidad, desde el comienzo el comienzo al fin del universo y desde lo microscópico hasta los espacios infinitos. Con la Teoría del Todo, podríamos comprender, y valga la redundancia, absolutamente todo, pues en ella estaría codificada la química, la genética, el clima, la informática, la biología e incluso la teoría de la consciencia. Bastaría entonces con codificar esta gran teoría y pasarla por una computadora lo suficiente poderosa para conocer las respuestas a todas las preguntas posibles. La ciencia habría cumplido su objetivo y los físicos quedarían sin trabajo, pues ya no habría cosa ignorada. La ciencia se reduciría a consultar un oráculo electrónico al estilo de Multivac, el computador de dimensiones planetarias de los cuentos de Isaac Asimov, que usaba obsoletos relés, válvulas de vacío, y lectura de tarjetas perforadas, pero que, sin embargo, sí era capaz de contestar cualquier interrogante.
Ese fue el sueño del determinismo, aquella forma de astrología que en vez de ver el futuro en los astros aspiraba a verlo en las fórmulas de la física, y cuando se derrumbo produjo una de las desilusiones más amargas de los últimos tiempos.
Fue Blas Pascal (1623 – 1662), un contemporáneo de Galileo e inventor del cálculo de probabilidades, quién abrió el camino para la destrucción del determinismo. Las probabilidades se basan en observaciones prácticas de la vida diaria. Imaginemos, por ejemplo, que queremos predecir cuál es la probabilidad de que una moneda lanzada al aire caiga cara. Si intentáramos conocer la respuesta usando la física de Newton sería una tarea ardua y sin muchas expectativas de éxito. Tendríamos que considerar la fuerza del pulgar, la trayectoria, el roce del aire, la forma cómo la moneda cae en la mesa, las características físicas de la moneda, etc. No sólo requeriríamos de una enorme cantidad de fórmulas sino de un impresionante poder de cálculo, y aún así una pequeña variación en la altura de la mano, en la posición de la moneda al ser lanzada al aire o en la fuerza del impacto al caer al suelo alteraría fácilmente el resultado. Los mismos problemas tendríamos al calcular cual cara saldrá al lanzar un dado, o en qué número de la ruleta caerá la bolita. Es claro que usando la física determinista de Newton el problema del azar es intratable.
Sin embargo, para el Cálculo de Probabilidades la respuesta es muy simple: si se lanza una moneda al aire un gran número de veces, la mitad de las veces saldrá cara y la otra mitad sello. Y con respecto al dado, la probabilidad de que salga seis es simplemente una de cada seis veces, al menos que un tramposo use dados cargados, por supuesto. Usando estas técnicas, los casinos podían ahora calcular cuan probable es que ganaran dinero en los juegos de azar. A partir de eso, pudieron diseñar juegos que aun cuando hicieran ganar a algunos clientes, de vez en cuando, en promedio el gran ganador sería siempre el propio casino. La prosperidad de esa industria se basa en la fe en las matemáticas y demuestra cuán certeras son las probabilidades.
Pero a pesar de esta invención, la ciencia siguió pensando que las probabilidades no tenían nada que ver con la física, sino que eran sólo un artificio para simplificar cálculos complejos, y que estos sí se podrían realizar, al menos en principio. El sueño de Laplace y su demonio seguía en pie, y el propio Einstein lo dijo en forma muy clara cuando declaró que “Dios no juega a los dados con el universo”.
De acuerdo al paradigma científico de aquel tiempo, todo debía y podía ser cuantificable o medible. Se medía el tamaño de los objetos, su peso, su velocidad, su densidad, etc. Y con esa información se alimentaban las fórmulas que daban como resultado predicciones. Sin embargo, la precisión con que son medidas las condiciones iniciales es vital para que el reloj astrológico newtoniano funcione, más nadie había reparado en la dificultar de obtener aquellos datos hasta que el problema atrajo la atención de otro genio legendario, Carl Gauss (1777 – 1855).
Gauss se dio cuenta que en el proceso de medir siempre se comete un error ineludible, y con esa idea desarrolló la Teoría de Errores, de amplia utilización en estadísticas y en ingeniería mecánica. Como consecuencia de sus estudios, Gauss formuló la distribución normal, que es una de las herramientas básicas de la ciencia actual.
Otro ataque al determinismo vino de un área de investigación en el centro de la física: el estudio del calor. Los físicos sospechaban desde hace tiempo que el calor era proporcional al movimiento de los átomos de un cuerpo, pero para modelar su comportamiento se debía pasar desde las ecuaciones del movimiento de las partículas individuales a las interacciones de un gran número de ellas. Pronto quedó claro que la manera de extraer conclusiones generales de tales interacciones era recurrir al Cálculo de Probabilidades. El encargado de hacerlo fue Ludwig Boltzmann (1844 -1906) quien desarrolló la Mecánica Estadística, por la cual llegó a conclusiones sobre el equilibrio de los gases, y así creó la fórmula de la entropía.
A pesar de que para entonces el azar ya había incursionado en el corazón de la física, de la mano de la teoría de la medición y del estudio del calor, todavía el determinismo reinaba sin oposición en el pensamiento de los físicos. Sin embargo, a principios del siglo XX la ciencia fue sacudida por dos grandes revoluciones que la cambiaron drásticamente. La primera de ellas fue la Teoría de la Relatividad, que acabó entre otros con los conceptos de tiempo universal, de espacio absoluto y de la existencia de fuerzas que actúan a la distancia. No obstante lo radical de sus ideas, la relatividad fue generosa con el determinismo, y sólo cambiaban las fórmulas. Con Einstein, el sueño del reloj astrológico siguió en pie. Sin embargo, en la tercera década del siglo XX los científicos que trabajan arduamente para develar los misterios del átomo crearon la Mecánica Cuántica y con ella se derrumbaron muchos de los mitos científicos que se mantenían en pie desde Newton, y mandaron al tarro de la basura al determinismo y su sueño de que el universo era un reloj mecánico.
La Mecánica Cuántica afirma que no se puede conocer, en forma simultánea, la posición y la velocidad de las partículas subatómicas. Vale decir, mientras más precisa sea la medición de la velocidad más incierta será la de la posición, y viceversa. Este es el llamado Principio de Indeterminación de Heisenberg, el cual puso una lápida a la pretensión de medir las condiciones iniciales con infinita precisión, y amenazó seriamente al determinismo, pues prohibió al Demonio de Laplace el acceso a los valores de las condiciones iniciales del universo.
Otro de los objetos de la Mecánica Cuántica es la ecuación de Schrodinger, la cual describe la probabilidad de que una partícula esté en una determinada posición. Esta ecuación es dependiente del tiempo, por lo que permite proyectar hacia el futuro cuáles distribuciones de probabilidad existirán más adelante. Con eso quedó a salvo, provisoriamente, el tambaleante determinismo, ya que si bien no era posible predecir con precisión la posición de una partícula simultáneamente con su velocidad, sí era posible seguir la evolución de sus estados más probables hacia el futuro.
En honor a la verdad, el determinismo fue salvado sólo en principio, pues las ecuaciones de la Mecánica Cuántica son tan complejas que, en la práctica, para proyectar hacia el futuro la evolución de las partículas más simples, aún por sólo un instante de tiempo, se requiere no sólo del poder de las mejores supercomputadoras de hoy día, sino que del auxilio de las míticas computadoras cuánticas, que todavía no se construyen. No obstante todos los golpes anteriores, los físicos seguían teniendo fe en las características predictivas de sus fórmulas, algo en que ya no creían algunos rebeldes que revisaremos a continuación.
Henry Poincare fue un genio del siglo XIX que anticipó muchas áreas de la física, incluyendo a la teoría de la relatividad. Estudiando las ecuaciones del problema de los tres cuerpos, un clásico de la astronomía, Poincare se dio cuenta que los resultados eran muy sensibles a las condiciones iniciales y predijo que ese tipo de sensibilidad podría ser común en meteorología. Sin embargo, por alguna razón desconocida, ni Poincare ni el resto de los científicos siguieron esa veta de investigación y tales ideas quedaron olvidadas por medio siglo y sólo volvieron a aparecer a mediados del siglo XX, en el reino de la fantasía y la ficción.
En 1952, el famoso autor de Crónicas Marcianas, Ray Bradbury, escribió un cuento llamado El sonido del trueno que fue premonitorio, pues en él se describe por vez primera el efecto mariposa, que es parte central de la Teoría del Caos. En el cuento, un grupo de expedicionarios viajan al pasado a cazar dinosaurios y uno de ellos casualmente pisa una mariposa, con lo cual cambia drásticamente la evolución humana futura. En meteorología se dice que el aleteo de una mariposa en América puede desencadenar, meses después, una tormenta en China, y fue precisamente en esa ciencia donde se dio el siguiente paso.
En 1961, un meteorólogo del MIT, Edward Lorenz, estaba estudiando la predicción del clima usando un computador para correr sus ecuaciones meteorológicas, cuando se dio cuenta que estas eran muy sensibles a las condiciones iniciales. Vale decir, al cambiar una fracción minúscula de los valores iniciales las simulaciones de clima divergían completamente, pasando de pronosticar una suave brisa de verano a un huracán. Lorenz había descubierto los sistemas caóticos, que son aquellos que no obstante estar bien definidos desde el punto de vista físico, son completamente impredecibles, y entre estos se encontraba el clima. El efecto mariposa, predicho por Bradbury en su cuento, era real.
Esto hubiera sido suficiente para convencer a cualquiera de las limitadas capacidades predictivas de las ecuaciones de la física, y que el determinismo había sido un sueño. Pero en el siglo XX se descubrieron otros resultados negativos que le restaban aún más credibilidad al sueño del reloj astrológico. Estos últimos descubrimientos se hicieron en matemáticas, particularmente en el estudio de los sistemas formales, un ejemplo de los cuales son las propias ecuaciones de la física.
La lápida al sueño de las ecuaciones como oráculo la puso Kurt Gödel cuando en 1930 publicó su famoso Teorema de la Incompletitud, que puso un límite a lo que se puede hacer con los sistemas formales:
En cualquier formalización consistente de las matemáticas que sea lo bastante fuerte para definir el concepto de números naturales, se puede construir dentro de ese sistema una afirmación que ni se puede demostrar ni se puede refutar.Teorema de Gödel
Vale decir, que ningún sistema formal, ya sea éste “la geometría”, “el cálculo”, o “las ecuaciones de la física”, podrá demostrar jamás toda la verdad. Siempre habrá verdades que se les escapen.
Otra forma más concreta de expresar lo mismo la planteó el científico Alan Turing (19XX – 19X?), quien construyó máquinas de computar para así descifrar los códigos de guerra alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y que será recordado como creador del modelo abstracto de las computadoras digitales: la máquina de Turing. Y en efecto, todo computador moderno es equivalente a una máquina de Turing.
Ahora bien, Turing demostró que no hay forma de programar una máquina de Turing para que se dé cuenta por sí misma de si está o no en un ciclo infinito. Vale decir, una máquina de Turing puede comenzar a procesar datos y por un error en la programación, o por una situación imprevista, puede continuar el procesamiento sin llegar jamás a obtener el resultado, repitiendo lo mismo una y otra vez, como un perfecto imbécil. Ya lo sabe. La próxima vez que un programa pierda el control en su PC y deba reiniciarlo, se dará cuenta que Turing sí tenía razón.
He aquí un extraordinario problema. Los cientos de millones de computadoras que corren en el mundo hoy día, y que manejan todo, desde el tráfico aéreo a nuestras cuentas bancarias ¡son impredecibles! Peor aún, en la práctica se dan condiciones donde los computadores siguen trabajando en un problema durante horas y jamás se “dan cuenta” de que están repitiendo lo mismo una y otra vez, de que han perdido el control, de que siguen encerradas en un ciclo sin fin y carente de sentido. Es más, quienes trabajan en computación saben que los computadores jamás funcionan por sí solos, y que siempre se debe monitorear el curso de sus procesos, en particular si su trabajo tienen gran importancia económica o está en juego la vida de las personas. Este es otro de aquellos problemas insolubles descubiertos en el siglo XX, con los cuales chocó de plano la ciencia todopoderosa.
¿Qué sacamos de todo esto? ¿Entonces, puede la ciencia predecir el futuro? La respuesta es que no lo puede hacer y que jamás podrá hacerlo. Al menos, no en el sentido del Demonio de Laplace, que calculaba todo el devenir histórico desde el principio hasta el fin de los tiempos. Ese sueño ha muerto. Según rumorean las malas lenguas, el pobre Demonio de Laplace, que ya nos caía simpático, fue expulsado con una patada en el trasero del Olimpo científico, y se cuenta que al aterrizar de boca, aplastó el reloj astrológico de Newton que llevaba bajo el brazo.
Sin embargo, para la predicción del futuro no todo está perdido. Todavía el Cálculo de Probabilidades, las proyecciones de tendencias y estudio de posibles escenarios pueden ayudarnos a pronosticar el porvenir, si bien debemos usarlos con mesura y modestia. Por supuesto que no podemos predecir eventos aleatorios o catastróficos, tales como grandes terremotos, ataques terroristas espectaculares o el número que ganará la lotería, pero si podemos proyectar los cambios hacia el mañana, con cierto grado de éxito.
Otros capítulos no incluidos en la edición del libro se pueden encontrar aquí:
Excelente aporte, gracias Marcelo Novoa.
Me gustaMe gusta