Confieso que me he obligado a escribir esta reseña. Me dije una y otra vez que iba a hacerlo, aunque no le importase a nadie. Pues necesitaba “tocarme”. Es que la cuarentena con su amenazador goteo de incertidumbres varias ha trastocado ciertos hábitos (tornándolos idiotas o absurdos) doblegando esos gustos adquiridos y aquellos deseos ocultos (incluso hasta volverlos blandos o superfluos). Y me apliqué a la tarea de vencer este impulso tendiente a cero, con lo que más me entretenía en mi escaso tiempo libre (aclaro que hablo aquí de aquellos lapsus no dedicados a la literatura o al laburo). Y desde que tengo memoria: ¡me gusta tanto ver tele! Más aún, me encanta seguir series completas. ¡Y si además son CF, ¡Qué mejor! Desde Perdidos en el espacio (1965 – 1968) hasta Viaje a las estrellas (1966 – 1969) y de ahí a Cosmos 1999 (1975 – 1979) fueron mágicas horas perdidas ante el Gran Hermano Cuadrado de mi niñez para tomarle el gustito eterno a las ideas más descabelladas y los escenarios más hipnóticos, donde acaecían situaciones únicas a hombres y mujeres normales, a veces, valientes, o las más, delirantes, siempre conmigo como testigo de tanta maravilla.
Y así perseguí (a través de mi espinilluda adolescencia) esa hora perfecta, redonda e irrompible (algunos dirán pomposamente epifanía, anda tú a saber…) que fue disfrutar una serie completa con sus ene temporadas a cuestas, pero íntimamente satisfecho por ser depositario de un saber arcano, una complicidad rayana en el fanatismo y un demencial deleite por los guiños y niveles intertextuales que tanta cultura pop nos acarrea. Aunque todo tiempo pasado sería mejor dicen, escasamente me sucedió con Babylon 5 (1993 – 1998) o X-Files (1993 – 2018) y pare de contar… Hasta llegar hoy a la adultez del fan que todo lo deforma o contamina en una papilla de refunfuños: “¡ya lo vi, nada nuevo, más de lo mismo!” como me pasó tristemente con los cierres de Fringe (2008 – 2013) y Black Mirror (2011 – 202…). Hasta que me senté a ver la temporada inicial de Westworld (2016) y volví a ser ese niño, ahora vejete fascinado, en su enésima primera vez ante la fogata virtual donde aún arden buenas historias que queremos seguir oyendo hasta el final.
Como ninguna otra serie realizada por HBO, todas ellas realistas o cuando más de hiperrealistas bajos fondos o personajes de retorcidas moralidades, Westworld cargaba con una pesada cruz: superar las expectativas y desaciertos, por partes iguales, de Game of Thrones. Odiosa comparación, pues poco tienen en común, como sucede entre Fantasy y Ciencia Ficción hace décadas de discusiones polémicas y rayados de cancha teorizantes. La premisa de Westworld tomada de una película setentera de culto nos introduce en un parque de atracciones robóticas cuasi reales, pero que fue mutada en múltiples capas de complejidad; pues junto a las psiquis larvarias en proceso de conciencia de los “anfitriones” (personalidades sintéticas con las cuales interactuar en este Lejano Oeste) y las intrigas en torno a intereses ocultos tras “la cuarta pared” de esta futurista industria del entretenimiento para adultos, dieron vida a una trama subdividida en líneas temporales alternas, con personajes atractivos y nada convencionales, al tiempo que el espectador debía modular su rechazo/empatía entre dramas existenciales y ciencia ficción dura sobre IAs. Un tecno thriller posmoderno, donde si bien los anfitriones mecánicos no pueden lastimar a los huéspedes-visitantes, los padecen con máximo dolor, y muchas veces, estupor trágico, creando así una original serie sobre la tensión máquina-esclava y humano dominador, dignas de la mejor CF escrita.
Diseño de producción impecable, actuaciones descollantes de actores potentes y consagrados en el cine (Ed Harris, Anthony Hopkins, Evan Rachel Wood) la colocaron más cerca del cine que de la Tv. Y la dirección de Jonathan Nolan, (artífice de Person of Interest, otra serie cyberpolicial) nos regalan a cada paso planos bellísimos, actuaciones contenidas y eficaces secuencias de acción y argumentales. Pues el eterno dilema del Hombre auto-impuesto Dios de seres artificiales que evolucionan y se cuestionan su propia naturaleza abarca más allá de la habitual pregunta sobre la existencia: ¿estoy vivo o es esto real? Pues los dilemas morales, científicos y emocionales planteados por humanos y androides cuestionan la veracidad de nuestros sentimientos, condicionadas por recuerdos, pero a su vez, alterados ya sea cultural o tecnológicamente, fueron sutiles piezas de un rompecabezas que encajaba, capítulo a capítulo, hasta el estallido final del más violento libre albedrío jamás visto.
Aquí saltaremos a la tercera temporada, pues entrega aspectos que las dos anteriores solo se mencionan, como las pugnas internas por el control de Delos (la empresa tras el parque) o el verdadero propósito de tales parques en un postfuturo que ya no los necesita. Así, las consecuencias de aquella matanza resuenan aquí al más alto nivel corporativo, pues nos entrometemos entre ejecutivos despiadados e insanos millonarios. Hoy Westworld dio un salto estilístico que nos hizo obviar la olvidable segunda temporada al recrear, por fin, un near future tan al alcance de la mano, con unas anfitrionas (Dolores y Maeve) con rienda suelta, pues ya se libraron de las narrativas ficticias del parque y buscan coexistir en este nuevo entorno aún más constrictor. Tras dos temporadas en el parque de atracciones, finalmente echamos un vistazo a lo que se nos escondía: el mundo aleatoriamente controlado por Ias donde el significado de ser individuo con entidad propia es aquí horrorosamente similar a aquellos robots todo servicio esperando en una isla en medio del mar de China.
Ya no habrá más puzzles narrativos fruto de la confusión mental de Bernard (ingeniero clave en el traumático despertar de Dolores) porque astutamente la serie asume que, lo más probable, no recuerdas casi nada de cómo acabó la segunda temporada, así pues, todo aquí aparenta ser más directo y filoso. Dos bandos: uno intenta liberar a los anfitriones no-humanos, mientras el otro persigue detener este inquietante salto a la post-singularidad. Ambos mueven sus piezas en un presente digitalizado, y así Westworld logra colarse entre la CF televisiva más interesante de todo tiempo. Por ello, supe que mi espera había merecido la pena. Y si ningún humano en la serie prestó atención a la obsesión de una mujer artificial por «ver la belleza en todo», esta acabó teniendo más sentido hoy que antes en mi contemplación a solas, porque brinda su cálida candidez a nuestra torva oscuridad de pandemia, confusión mediática y falta de liderazgos. Ella, que soportó ser destruida cada día y a la mañana siguiente volver intacta, me ofrece una resiliencia quizás más real que la nuestra, porque nos afanamos inútiles por perseguir el fin de este bucle mortal, sin percibir que mientras sigamos anclados al peso de nuestros errores, no lo lograremos. Solo espero estar vivo para la cuarta temporada…
Dunas de Concon, mayo 2020.
Marcelo Novoa Sepúlveda
(Viña del Mar, Chile, 1964)