¿Sueñan los chilenos con androides eléctricos? O, tengo-mis-ojos-y-debo-leer-CF.

La invocación Dick-Ellison del título es tan solo para sentar cierto escenario común. Sí, vivimos en tiempos curiosos, por decirlo suave y superficialmente. En menos de un año llevamos dos episodios históricos que han involucrado toques de queda. Para mí, y de seguro también para todos mis compañeros millenials nacidos en los años noventa, sumando por qué no a los más nuevos Gen-Z (que, valga el paréntesis, espero tengan pronto un mejor nombre generacional, así como nosotros nos deshicimos del horrible Gen-Y), el concepto “toque de queda” era tan solo una anécdota intangible que los abuelos y padres contaban, y que para el terremoto del 2010 no llegó a tener el mismo impacto semántico. Y aquí estamos. Ahora sí. Qué tiempos, ¿no? Era cosa de darle, efectivamente, tiempo al tiempo; quizá la calma previa fue la inusual y ahora solo volvemos al estilo habitual. No me quejo, en todo caso. “Lo único constante es el cambio”, dijo Heráclito. Morales van y morales vienen. 

En fin, cada uno habrá vivido y estará viviendo estos meses con sus propias cruces, cadenas, locuras, luces, hierbas, cánticos, velitas, gritos, etcétera. Esta introducción está demás, pero me parecía prudente poner el contexto. Lo que en realidad pretendo hacer es comentar las lecturas que he podido realizar durante estos meses―curiosos y quebradizos. Ciencia ficción chilena, para la ocasión. ¡Y buena, por lo demás!

Aunque siempre me pongo el parche antes de la herida: lo sé, somos un nicho pequeño y todo eso, pero tengo-dedos-y-no-puedo-parar-de-escribir (me gustó este recurso Ellisoniano, prefiero agotarlo al tiro), así que igual me lanzo a mis ensayos miniaturas y, por extensión, recomendaciones para estas jornadas de cuarentena incierta.

Comienzo con la Saga Orbe de Michel Deb (Orbe Divido, Orbe Oscuro y Orbe Sathiri) publicada por Áurea Ediciones. La comencé pre-estallido y la terminé pre-pandemia. Y me encantó. 

Perteneciente a los reinos del Space Opera de la ciencia ficción, la historia gira en torno a dos hermanos sureños, Aukán y Nehuén, que terminan envueltos en un conflicto bélico trascendental para el multiverso.
En términos estructurales, Michel Deb se destaca por su gran capacidad narrativa, enhebrando una historia calculada, con sutilezas que permiten hilvanar símbolos y alegorías. Sus personajes, si bien heroicos en naturaleza, se desenvuelven en un arco bien ejecutado. La historia cautiva, la historia entretiene. Los capítulos tienen un ritmo preciso y los saltos de perspectivas están justamente balanceados. El bagaje del autor en el género contribuye, además, a la generación de un entorno reconocible y sustentable, con incursiones criollas que entregan el sabor de la originalidad local. Es, sobre todo, una aventura muy bien contada. Cabe destacar el detalle de incorporar en su creación el “mensaje de Sheivae”, una de las leyendas urbanas clásicas del mundo extraterrestre. Y, en términos literarios puntuales, destaco por sobre todo un capítulo que se lo recomendaría a todo lector: el inicio de Orbe Oscuro, en el que se relata el origen de quien terminaría siendo la encarnación de lo que puede ser la ciega crueldad religioso-colonialista. 
Es, a mi juicio, el mejor despliegue de la pluma de Michel Deb a la fecha. Son los Nagga los
que Deb describe como el imperio con deseos de conquista y venganza, atrapados ya en una vorágine
irremediable de odio y destrucción. ¿Lo interesante? Estos Nagga, pertenecientes a otro universo, son
biológicamente idénticos a nosotros, simples humanos terrestres. Desde aquí las ideas y elucubraciones de nuestra propia infamia se desenvuelven con el ejercicio intelectual del espejo y el reflejo,permitiendo una cantidad de revelaciones a gusto del consumidor. Culmino destacando el final del hermano Nehuén: valiente decisión, y la única que realmente debía ser escrita.

En segundo lugar, ya en tiempos de pandemia, particularmente en los tiempos de cuarentena blanda, antes del toque de queda, menciono un hallazgo inusual: Reciclando al abuelo de Reinaldo Martínez Urrutia, por Editorial Segismundo, con un título que puede sonar un poco desafortunado dada la situación actual, pero que no fue más que mera coincidencia. Menciono inusual porque viene de un escritor consagrado y premiado, pero fuera del círculo común de escritores locales de ciencia ficción (a menos que sea yo el ignorante y en cuyo caso me disculpo de antemano), lo cual siempre implica una hoja fresca, un paisaje impoluto. Como cuando uno ve una película que evidentemente es de ciencia ficción, pero que se movió siempre en otros territorios sin ganarse nunca el título en cuestión (a veces son temas comerciales, es cierto; pero se entiende el ejemplo, creo). Así, esta novela desarrolla la historia de un cincuentón chileno que se encuentra camino a lo que haría cualquiera como él en su siglo XXII: renovar su cuerpo por un clon más joven y fuerte, para así vivir otras cuantas décadas más. El libro me tendió una trampa: lo que al principio asumí como un personaje machista y anacrónico que bordeaba el viejoverdismo, y que casi me lleva a sentenciar el libro, terminó volándome la cabeza con un giro dramático: algunos roles se invirtieron y el argumento se alzó como un palmetazo crudo de lo que pueden implicar los traumatismos psíquicos de la esfera amorosa y sexual. Un ejercicio interesante y de lectura ágil.

Por último, inserto en tiempos de transición hacia la cuarentena dura, con las sirenas del toque de queda ambientando sonoramente mi departamento, a la Santiago-punk, comento el último libro que llevo leído, la primera entrega de la Saga Maliseche, de Jesús Todemun, por Editorial Biblioteca de Chilenia. Puerta abierta y bienvenida la locura: páginas de ultraviolencia y ultrasexualidad, interespacio e interespecie. Un vistazo a la vida del capitán Maliseche, un exmilitar satiriásico que le debe un favor a un político alienígena corrupto, incluyendo una inteligencia artificial ninfómana. 
Todemun ofrece una pieza única, arriesgada y atrevida, basándose en una estética explícita, englobando lo que ha sido considerado como la primera obra del subgénero Raypunk en Latinoamérica. Psicótico con tintes psicodélicos y pervertidos, una especie de Barbarella en modo pesadilla soñada en Sodoma y Gomorra, implica una barrera que me atrevo a decir que no todo lector se atreverá a traspasar sin un fuerte chaleco ético. Baste con esto para entablar una gran discusión al respecto (y no seré yo quien incurra en un juicio individual). Destaco también, alejándome a tierras seguras, con la temática de lado, el excelente dominio de Todemun para armar su novela utilizando casi exclusivamente los diálogos. Tengo un gusto personal por este recurso y el libro lo ejecuta con maravillosa fluidez. Mención especial para la edición: pulcra y elegante. Y para darle un cierre circular a mis comentarios, el mismo Michel Deb, sí, el autor que comenté al inicio, resulta ser uno de los personajes…

Son tiempos curiosos. Al ritmo al que aún vivimos, con las extrañas responsabilidades que todos tenemos ¿impuestas?, no siempre es fácil hacerse del tiempo para sentarse a leer con calma. Leer rápido, antes de apagar la luz en la noche, alguna que otra página en la micro o en el metro, con ruido humano ambiental, no es lo mismo que sentarse a leer. Con calma. Poca calma que tiene esta cuarentena, pero a veces se forman pequeños espacios temporales, refugios, donde se puede pasar del fin del mundo exterior al fin del mundo en papel… No lo digo en serio. Más bien, aprovecho de actualizar mi debido tributo a la ficción especulativa, tan única y eterna. Tan humana y escurridiza. Y en este caso dejo constancia de nuestra ciencia ficción local, chilena, tan criticada y defendida a la vez (lo cual, creo que es más bien parte de nuestra idiosincrasia depresiva-hipomaníaca), y digo sin cinismo que realmente la disfruto. No es perfecta, no es milenaria, no es best-seller. Pero la disfruto. 

Vaya que la disfruto.

Leonardo Espinoza Benavides.

Santiago de Chile, marzo de 2020.

Estado Excepcional de Catástrofe.

Leonardo Espinoza Benavides
(San Fernando, 1991)

En mi caso las cosas comenzaron una semana antes de lo pensado. Fui un pequeñito prematuro que nació en pleno invierno, en el Hospital de San Fernando: colchagüino contento, de fines de semanas familiares en mi querido Pichilemu y de paseos mágicos por Santa Cruz. La verdad es que he sido todo un nómade, pensándolo bien (bueno, tal vez no tanto, pero me gusta la idea). Después de San Fernando partimos para el norte a vivir a Antofagasta y desde entonces que disfruto pavlovianamente del sonido de las zampoñas y los charangos. ¡Ah!, el recuerdo de la primera parte de la primera infancia. Pero el calor no era ―ni es― lo mío. Mi enamoramiento geográfico vino con la siguiente parada que realizamos con mis padres. Nos fuimos a Coyhaique y mi amor por el frío se consagró como una especie de filosofía de vida. Nunca me ha hecho mucha gracia que el cielo sea celeste; encuentro que blanco-grisáceo le queda mejor, como lienzo abierto y receptor, algodonoso y no chillón. Quizá parezca poco relevante, pero, de alguna forma, siento que me define. Los días fríos, nublados, de lluvias escandalosas me llenan de una alegría realmente irracional. ¡Me dan ganas de abrazar al mundo entero! Lo debo haber pasado bien por allá en el sur. De todos modos, Santiago me clamó y salió victorioso. Acá llevo gran parte de mi vida y no me quejo. Vivo a dos cuadras de un cine y a diez pasos del Metro, ¿qué más? Solo me gustaría que hiciera menos calor en verano. Acá estudié y me formé: soy médico cirujano, actualmente realizando la especialidad médica en Dermatología. ¿Por qué la piel? Me lo preguntan de vez en cuando. Porque la piel… la piel lo refleja todo (música mística hippie de fondo; incienso hipoalergénico de buen olor). La medicina, qué puedo decir. Mi Vietnam con toques de Estocolmo. Y entonces, la ciencia ficción. Esta historia es la que me mantiene turgente y la que me hace mirar hacia las estrellas sabiendo que cerca de Alnitak, en el cinturón del flaco Orión, por ahí tal vez ande el comandante Zambrano (aunque tal vez ande en Pichilemu). Me encontré con la ciencia ficción en Marte, invitación de Wells Bradbury, y luego el profesor Isaac me mostró sus robots. Hablando en serio: es mi pasión. Sin ella, me marchito. Y eso lo dice todo, creo. ALCiFF y la WSFA (en Estados Unidos) han sido sitios donde me he atrevido a depositar el corazón, confiando que son los destinos acertados. Y para que esta semblanza sea completa debo también mencionar el otro lugar donde vive parte de mí: en ese cine lento, muy lento, en blanco y negro, de los grandes maestros de mitad del siglo pasado. Mi nombre es Leonardo Espinoza Benavides, Leo para los amigos, y soy médico, escritor, cinéfilo y amante bienintencionado del café en sus múltiples formas. Un abrazo sincero, para todos.

Publicado por ALCIFF

Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena. Fundada el año 2017.

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