María Luisa Bombal:
«¿Era preciso morir para saber ciertas cosas?»Se cumplieron ocho décadas desde la aparición, en Buenos Aires y luego en Santiago, de La amortajada, ocasión que nos sirve para homenajear, merecidamente, a la gran escritora María Luisa Bombal, quien, a pesar de su breve obra, nos hizo un legado imperecedero. Este artículo fue publicado originalmente en el suplemento literario del ahora extinto diario El Centro de Talca.
«Una vez más, la amortajada refluyó a la superficie de la vida. En la oscuridad de la cripta tuvo la impresión de que podía al fin moverse. Y hubiera podido, en efecto, empujar la tapa del ataúd, levantarse y volver derecha y fría, por los caminos, hasta el umbral de su casa».
«Pero nacidas de su cuerpo, sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del universo».
La amortajada de María Luisa Bombal, libro liminal de la literatura chilena y latinoamericana, cumplió 80 años y, la cita anterior, con la que casi es coronado el desenlace de la novela, nos recuerda que, como dice la propia protagonista, en su pensamiento de difunta, asunto que preconiza a los muertos y al pueblo de Comala del Pedro Páramo de Juan Rulfo, y les sirve de fundamento: «todo duerme en la tierra y todo despierta de la tierra». Y así, la propia protagonista se ve cayendo, amortajada y muerta como está, hacia el fondo del mundo en su tumba, reconociendo a la multiplicidad de seres que habitan ese lugar.

El mundo de la muerte, omnipresente en el libro, como lo es en la Última niebla, su primera novela de 1934, como aparece asimismo en El árbol, pero, además, y, por sobre este, el mundo de lo oculto y lo desconocido, que podría englobar a la muerte misma con supremacía y establecer su reinado con capa dorada, se puede leer en la mayoría de sus textos, toda vez que en nuestras realidades, solo contando escasas excepciones, campeaba el naturalismo y el criollismo.
La noche, la luna, el bosque y sus habitantes, las raíces de los árboles que, como los cabellos de las mujeres, viajan hacia el confín del mundo y vuelven desde el principio del mismo, conjugan demasiado bien, en forma de símbolos, todo aquello que la autora necesitaba expresar como sentimiento vital. Como contrapartida y contrapunto latente: el amor… en el caso de los textos de María Luisa, un amor total, franco, desembozado, pero indómito, tenso, que puede desembocar con fiereza en su hermano de sangre turbio… el odio, y en actos y consecuencias irremediables…

¿Era preciso morir para saber ciertas cosas?
Eso es lo que se pregunta, Teresa Ana María Cecilia, la mujer amortajada, una vez se empieza a desgajar de la vida que está sujeta a su muerte. Era, precisamente, necesario morir para saber quién era, mucho más allá de todos esos nombres, qué había hecho o mal hecho para llegar donde se encontraba, en «la muerte de los muertos», para saber que estuvo toda la vida sujeta «a la muerte de los vivos», como nos hace ver el libro.
Lo que ve, bien puesta en su mortaja, es el halo de deudos que la circundan (su marido, su hija), mientras que la distancia que los separa dulcifica, ahora, los gestos distantes que para con ella tuvieron, transformándolos, en el espacio del duelo, en caricias y preocupación ardiente: «Ya ves, —piensa ella en su penumbra, pero iluminándose— la muerte es también un acto de vida».
«Los muertos viajan rápido», decía Drácula… y los muertos saben más… parece decirnos María Luisa Bombal. Tal vez no se vea ninguna luz al final, ni exista el tan mentado túnel, pues, tal vez, «puede que, hasta después de la muerte todos seguimos distintos caminos», ha señalado.
La cita de Drácula no es trivial ya que Bombal es, en cierta forma, heredera de esa tradición gótica, de la cual, sus atmósferas son muestra constante, así como sus tramas románticas, en este caso, de un romanticismo desesperado, trágico.
Más allá de ello, es el mundo interno de los personajes, ese rotunda macrocosmos que se abre en el microcosmos que somos, y su relación con la naturaleza y las circunstancias de la vida, el que anima un panorama donde la realidad no se aprehende por las razones, sino que por las pasiones, aunque los personajes puedan ser muy racionales, y aunque la propia escritura de la autora, como ella misma declaraba, fuera muy lógica, casi matemática.
Sin embargo, más allá de su matematicidad, su prosa poética se roba el protagonismo, amenazando siempre con doblegar el texto lógico, dándole fiera pelea y ganándola en muchos rounds. Pero, más exacto es decirlo como lo propone la investigadora Lucía Guerra, donde la tensión básica nacería «del enlace insólito, para los esquemas tradicionales del conocimiento, entre el misterio y la lógica».
Junto con La Amortajada —es lo que percibimos en La última Niebla, en el propio El árbol (revista Sur, 1939), Trenzas (1940), o Lo secreto—, se encuentra presente una poética desbordante, animada por los sonidos de la noche, el bosque, el susurro de los árboles, bichitos y vegetales, por el musgo, el agua, el mar y el viento y, por supuesto, la niebla, elemento dinamizador del mundo de los sueños, madre omnipresente del onirismo, y que nos abre las puertas hacia ese otro territorio, el mundo oculto.
Junto con este, sobre todo para los paradigmas y estándares de la época, la transgresión a la pasividad femenina y a los roles asignados por la sociedad, sobre todo a la sociedad acomodada donde se mueven sus personajes. El mundo del deseo se hace carne en sus protagonistas, el mundo sexual y la fiebre que envuelve a algunas de sus protagonistas, eran todo menos un lugar confortable donde respirar los mismos aires que imponía el deber ser social, donde se permitía «llorar por costumbre y reír por deber», como expresa en La última niebla.
Una vida detrás de las palabras
La producción escritural de María Luisa no fue muy extensa (3 novelas, 5 cuentos, 3 crónicas poéticas y otros escritos). Una de las teorías es que su manía de la corrección y la perfección la dejaban exhausta. Lo que sí fue extenso y duradero, fue su amor por el país, tanto que, después de muchos años fuera, murió en suelo patrio, a pesar de su muy desmedrada situación económica (que la obligaba a recibir asistencia de sus familiares, quienes le mandaban dólares desde la Argentina en los años setenta, debido a su exigua pensión).
En los casi treinta años que vivió en los Estados Unidos y ante la pregunta de por qué no se llegó a nacionalizar, ella contesta que de ninguna manera, que siquiera «¡¡¡Es posible renunciar a un país que tiene 300 volcanes!!!».
Tanto Bombal como Raúl Silva Castro, el periodista, escritor y crítico literario a quien citaba la autora para hacer esa aseveración, se quedaron cortos, por muy lejos: Chile tiene más de 2 mil volcanes, 80 a 90 activos, y concentra el 15% del panorama volcanológico del mundo. Como ven, estamos en el país de la desmesura, de la inconmensurabilidad, de la naturaleza majestuosa y desatada, ingobernable (aunque pretendan privatizarlo), y que a María Luisa, la «abeja de fuego», como le decía Neruda, tanto le gustaba contemplar, citar y ficcionalizar.
Había nacido en Viña del Mar en 1910 y pasado parte de su niñez, juventud y estudios escolares en Francia y se había decidido a escribir en la lengua de Moliere estudiando en La Sorbona. En 1931 había vuelto a Chile (donde es muy bien apadrinada y aconsejada por otro ícono de la literatura nacional: Marta Brunet), y donde además tiene su primer gran desengaño amoroso con Eulogio Sánchez (ella se dispara en el hombro, en una noche turbulenta y, muchos años después, al saberlo comprometido, le descerraja varios tiros, a los que Eulogio sobrevive sin embargo). Parte a Buenos Aires en 1933, donde publicó sus obras más brillantes bajo el alero de Oliverio Girondo, Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda y, además, se casó con el pintor homosexual Jorge Larco, un matrimonio condenado al fracaso, como en realidad fue. Esa era la época también en que salía a dar largos paseos con Georgie, como le decían a Borges los más cercanos, quien era un vate reconocido a mediados y finales de los años treinta, pero que todavía no pensaba en sacar sus colecciones de cuentos, fantásticos en todos los sentidos de la palabra: Ficciones (1941), Artificios (1944), El Aleph (1949). Asimismo, eran los años en que acompañaba a Pablo Neruda y su mujer, cónsul del país en la nación trasandina, a pasear y a recepciones, mientras escribía La última niebla en la cocina del poeta y este hacía lo propio con Residencia en la tierra. En este ambiente intelectual estimulante también conoce a Federico García Lorca, quien estrena Bodas de sangre y otras obras en la capital de Argentina y después decide volver a España con la seria sombra en su rostro de que ese viaje sería el último, como en realidad ocurrió una vez estalló la Guerra Civil española.
La vida la llevó a Nueva York a fines de esa década, se casó con un financista, el conde Fal de Saint Phalle, y tuvo una hija, Brigitte. Esporádicamente volvía a Chile a ver a su madre, y también retornaba con nostalgia a Viña del Mar, que le parecía cambiada para muy mal, y a reencontrarse con amigos que la querían y que no olvidaban sus obras inmortales de varias décadas atrás. Con sorpresa absoluta se entera que La Amortajada, muchos años fuera de imprenta e innencontrable en las librerías del país, lo que la ponen en una zona fantasmal, como a todo escritor que no es publicado, no obstante, es uno de los libros más robados desde librerías personales y desde la propia Biblioteca Nacional, donde los ejemplares han desaparecido: «Creo que esto es lo más halagador que he oído en mi vida», señala con vivo interés y sinceridad.
María Luisa Bombal Anthes murió en Santiago el 6 de mayo de 1980, económicamente complicada, sin haber obtenido el Premio Nacional de Literatura, para lo cual fue nominada en varias oportunidades. Lo que pasó después de eso con ella, tan dada a pensar en la muerte y en lo que había en esta o después de esta, solo lo saben los espíritus…
Como ella misma ha dicho: «Creo en una vida más allá, donde los seres que se han ido tienen influencia sobre los que permanecen en la tierra. Personalmente tengo más amigos entre los muertos que entre los vivos».

House of mist
Normalmente existe una equivocación al entender House of mist (1947) como la traducción al inglés de La última niebla. Ya estando en Estados Unidos, casada con su esposo franco-norteamericano, quien le ayudó con la traducción y escritura del libro al inglés, se dio cuenta que, más que traducir, estaba haciendo una nueva novela y no solo por el idioma, sino que por la trama misma: «Tomar este mismo tema desde afuera me tentó, como un desafío intelectual, y lo hice desarrollándolo con toda la técnica que requiere una novela (…) Sabía que esto se había hecho pocas veces en la historia de la literatura. Pero hay casos, como el de James Joyce, que en su Ulises desarrolla el tema de El retrato de un artista», como le dice a Carmen Merino, en una entrevista de 1967.
La novela no solo fue bien acogida por audiencias del propio país del Norte, Inglaterra, Japón, Alemania, entre otras naciones, sino que fue comprada por los estudios Paramount en la fabulosa suma de 125 mil dólares de la época para realizar una película. Sin embargo, la cinta nunca se llevó a cabo y luego el proyecto calló en el olvido.
A pesar de eso, hay que decir que esta obra es solo un eco lejano y pariente un tanto tosco de sus obras centrales, hecho en una prosa más de gusto bestelleresco de la época y que no alcanza a lograr la profundidad, el temblor por lo desconocido, ni menos su búsqueda en el lenguaje ni en lo literario de sus obras anteriores. Incluso, como señaló Penelope Mesic en el Chicago Tribune, su inglés, aunque correcto, es muy rígido, y con unos aires un tanto arcaicos, aunque no desmerece ese temblor literario y de descubrimiento, no del todo opacado, que aún se puede oler en ciertas páginas de la obra.
Para los que quieran zambullirse en esas aguas, las Ediciones de la Universidad Católica hicieron la traducción de la obra hace unos años. Casa de niebla se llama.
Juan R. Chapple
Miembro ALCIFF
